Hay algunos personajes y periodos de la historia cuya imagen cambia radicalmente cada tanto tiempo. Al comenzar la tercera década del siglo XIX, Agustín de Iturbide era el hombre más popular de México. Tenía un respaldo social y político enorme, nunca visto. Incluso después de que renunció a la corona imperial y salió al exilio, muchas personas lo seguían viendo como el padre de la patria y creían que era un mexicano ejemplar. En cambio, en esos mismos años, el nombre de la monja poeta y filósofa Sor Juana Inés de la Cruz era completamente desconocido. Solo unos cuantos estudiosos de la literatura sabían quién era y no tenían una buena opinión de su obra. Con el paso del tiempo, Sor Juana sería admirada y reconocida. En cambio, Iturbide terminó desterrado del panteón de la patria.
Algo semejante ha sucedido con el gobierno y con la persona de Porfirio Díaz. Muy poca gente podría imaginar en la actualidad la enorme simpatía, respeto y admiración que tenía ese presidente. En su archivo personal, resguardado en la Biblioteca Francisco Xavier Clavigero de la Universidad Iberoamericana, se hallan numerosas cartas enviadas por todo tipo de personas, desde empresarios hasta campesinos y amas de casa, en las que se le hacían peticiones y se manifestaba devoción. El presidente era garantía del orden y el progreso.
Incluso, muchos opositores al régimen consideraban que Porfirio Díaz era un personaje admirable. Algunos pensaban que los problemas del país se debían a gente que estaba en el gobierno, pero no al presidente. Otros señalaban que ya era tiempo de que abandonara el poder o, al menos, preparara su sucesión, pero se le respetaba.
Todo cambió con la Revolución de 1910. La imagen de Díaz se transformó radicalmente. Se convirtió en un tirano. El Porfiriato fue visto como una época en la que unos pocos hacendados explotaban a la mayoría. Se le acusó de entregar el país a intereses extranjeros e incluso de establecer una dictadura militar.
Los estudios de las décadas recientes sobre ese periodo han mostrado que Porfirio Díaz no era omnipotente, que tuvo que negociar con numerosos grupos políticos regionales para mantenerse en el poder, que mantuvo vigente la Constitución y que no gobernó con el ejército, en buena medida porque sabía que fortalecer esa institución podía resultar peligroso.
No han faltado, a lo largo de las décadas, libros y obras que ven con simpatía el Porfiriato, resaltando sobre todo el crecimiento económico y la paz que consiguió. Tampoco esas visiones tan simples se sostienen a la luz de las investigaciones que han mostrado que la imagen de orden era, fundamentalmente, eso, una imagen, fomentada por el régimen, pero que siguió habiendo violencia y desorden en muchas partes del país.
El uso público del pasado
Y es que el gobierno de Díaz se preocupó mucho por su propia imagen. De ahí que, desde muy pronto, los historiadores cercanos al poder resaltaran el desorden y la “anarquía” de las primeras décadas de vida independiente, para contrastarlos con la paz porfiriana.
Esta visión es posible apreciarla en los primeros libros de texto que aparecieron en el segundo gobierno de Díaz (1884-1888). Guillermo Prieto, en sus Lecciones de historia patria, mostraba que las décadas de 1820 a 1850 se caracterizaron por la desavenencia y el conflicto. Solo el gobierno de Benito Juárez, después de la derrota del imperio, parecía sentar las bases de un régimen que garantizara la paz y el progreso, elementos que después serían recuperados por Porfirio Díaz.
La obra de Prieto iba dirigida a los alumnos del Colegio Militar, como texto para su formación. Por ello, ponía su atención fundamentalmente en el heroísmo que los próceres habían mostrado en defensa de la patria, empezando por Cuauhtémoc y terminando con Porfirio Díaz, vencedor del 2 de abril de 1867 frente a las tropas que sostenían el imperio de Maximiliano.
Al mismo tiempo, Vicente Riva Palacio, el coordinador de México a través de los siglos, emprendió otro proyecto de uso político del pasado, pero en esta ocasión no por medio de la escritura de la historia, sino en el espacio público, en el Paseo de la Reforma.
Desde 1877 se había instalado en el Paseo de la Reforma un monumento a Cristóbal Colón. Las estatuas fueron hechas en París y trasladadas a México unos años antes. Se trataba de un conjunto escultórico que conmemoraba la Conquista, pero de una manera cuidadosa. Hubiera resultado muy escandaloso que se incluyeran figuras de conquistadores militares, de modo que se recurrió a Colón como descubridor. En el basamento se pusieron las efigies de algunos religiosos, incluidos Pedro de Gante y Bartolomé de las Casas. Se consideraba que los frailes habían cumplido un papel civilizador y de defensa de los indígenas.
Riva Palacio decidió que, para acompañar al Colón del Paseo de la Reforma, se erigiera un monumento a Cuauhtémoc. En 1887 se inauguró la estatua de bronce. Una placa repetía casi puntualmente las palabras que Prieto puso en boca de Cuauhtémoc en sus Lecciones, celebrando al tlatoani como el héroe que hizo cuanto le fue posible en defensa de su patria. Quedaban así, integradas, la historia española y la indígena en las raíces de la historia nacional.
Los gobiernos estatales, por su parte, enviaron cada uno a la capital dos estatuas de próceres locales que se destacaron en el proceso de independencia o en contra de las intervenciones extranjeras. De esta manera, la historia de México no quedaba reservada a las pocas personas que podían adquirir el México a través de los siglos, sino a cualquier transeúnte que recorriera el Paseo de la Reforma.
Es verdad que, desde hacía años, ya se habían elaborado esculturas y otras obras artísticas sobre el pasado prehispánico. Tal vez la más destacada fue la del guerrero Tlahuicole, del escultor español Manuel Vilar. Sin embargo, al finalizar la década de 1880 ya estaba claro que el gobierno mexicano se había apropiado del pasado mexica como origen de la nación. Cabe advertir que la incorporación del pasado indígena en la historia patria no implicaba el reconocimiento del presente indígena.
En la Exposición Universal de París de 1889, México tuvo presencia con un pabellón azteca que vinculaba el pasado prehispánico con el presente moderno, progresista, industrial y pacífico del Porfiriato. Algunos de los elementos decorativos que se llevaron a aquella exposición fueron traídos de regreso a México, como las estatuas de Itzcóatl y Ahuízotl, para colocarlos en el Paseo de la Reforma.
La propuesta original de Riva Palacio para el Paseo de la Reforma incluía también conmemorar la Independencia, así como la Guerra de Reforma y el triunfo contra el imperio de Maximiliano. Don Vicente no pudo ver completado ese proyecto, pues murió en 1896 y aquel se concluyó hasta 1910.
La celebración del Centenario de la Independencia se caracterizó por el uso del pasado como elemento para promover al régimen de Díaz. Este uso tenía un aspecto público y otro de proyección internacional. El gobierno ofreció un panorama de la historia nacional al mundo, representado por las numerosas delegaciones extranjeras que fueron invitadas a presenciar las actividades conmemorativas.
El desfile del 15 de septiembre de 1910 fue una gran representación de la historia mexicana, en la que aparecerían tres episodios fundamentales: la Conquista, la dominación española y la Independencia. El desfile tenía elementos curiosos. Para empezar, se celebraba la Independencia empezando por la reunión de Moctezuma y Hernán Cortés en 1519. El “emperador”, los nobles, los soldados y flecheros mexicas convivían con los escopeteros españoles, Cortés, sus capitanes y doña Marina.
La época colonial se representó con el Paseo del Pendón, una procesión que realizó el ayuntamiento de México durante los tres siglos de dominio español, en celebración de la caída de México- Tenochtitlan. Por último –y también de un modo extraño–, para celebrar los cien años del inicio de la Independencia en 1810, se representó la entrada del Ejército de las Tres Garantías a Ciudad de México en 1821, es decir, la consumación de aquel proceso. Agustín de Iturbide, y no Miguel Hidalgo, cerraba el desfile histórico.
El viernes 16, el presidente inauguró la Columna de la Independencia en el Paseo de la Reforma. Acompañado del vicepresidente, del secretario de Relaciones Exteriores y de numerosos invitados extranjeros, encabezó la ceremonia en la que se daba cuenta de la gratitud de la patria y de su gobierno a los próceres. El poeta Salvador Díaz Mirón ensalzó a Miguel Hidalgo, personaje central del conjunto escultórico.
La apropiación de Juárez y la Reforma
El Paseo de la Reforma se convirtió, en septiembre de 1910, en una representación de la historia mexicana. Cuauhtémoc, primer defensor de la patria; Colón, el que aportó la raíz europea; la Columna de la Independencia como síntesis de ambas herencias. El día 13 se hizo además una ceremonia para recordar a los Niños Héroes, al pie del Castillo de Chapultepec, pues –como señaló Genaro García, el cronista oficial de los festejos– su sacrificio había sido la continuación de la proeza empezada por los insurgentes.
Unos días después, el domingo 18, Porfirio Díaz cerraría la celebración con la inauguración del Hemiciclo a Benito Juárez. No podía obviarse que la gran calzada en la que estaba representada la historia patria se llamaba Paseo de la Reforma, como homenaje a la generación que consiguió consolidar la República, liberándola tanto del pasado colonial (con las leyes de Reforma) como de la nueva amenaza europea (al derrotar a los franceses y a Maximiliano).
Es verdad que Díaz combatió en su momento a Benito Juárez, pero como han mostrado las historiadoras Carmen Vázquez Mantecón y Rebeca Villalobos, desde el momento mismo de la muerte del presidente Juárez, empezó un proceso de transformación de su imagen. Los periódicos liberales que habían sido muy críticos con su gestión y sus maquinaciones políticas dejaron de atacarlo. José María Vigil, uno de los más destacados juristas liberales, quien sería uno de los autores del México a través de los siglos, publicó de inmediato una comparación entre Miguel Hidalgo y Benito Juárez. Con esto, sentó las bases de la interpretación más repetida durante las siguientes décadas: Juárez culminó lo que Hidalgo comenzó. De esta forma, se podía interpretar que México empezó a ser independiente y soberano solo con el triunfo republicano.
En 1906, el centenario del nacimiento de Juárez sirvió para reforzar el uso de su figura histórica. Uno de los más destacados políticos de la época, Francisco Bulnes, había publicado en 1904 El verdadero Juárez y la verdad sobre la intervención y el imperio. Bulnes era un liberal convencido, autor de libros sobre la posición internacional de México. En alguna ocasión anterior había criticado el personalismo de la política mexicana de la primera mitad del siglo XIX, en particular el que simbolizaba Antonio López de Santa Anna. También había promovido en distintos foros que México pasara de la época de “los hombres”, de los caudillos, a la de las instituciones, los partidos y las leyes.
Bulnes criticó acremente a Juárez. Lo acusó de impedir que en el país se estableciera un orden institucional, en aras de mantenerse en el poder. En 1905 también dio a las prensas Juárez y las revoluciones de Ayutla y de Reforma, en la que lo acusó de ser faccioso. Esta crítica era muy grave, fundamentalmente porque provenía de un liberal. No se trataba de algún autor católico, resentido por las leyes liberales, sino de un heredero del nuevo orden.
Las respuestas no tardaron en aparecer. El primero fue Genaro García, que elaboró una Refutación. Hilarión Frías publicó un Juárez glorificado. Para 1906 se hizo una comisión para celebrar el centenario del natalicio. Victoriano Salado Álvarez señaló que, así como le sucedió en vida, Juárez seguía resistiendo los embates críticos de sus enemigos.
La obra más importante la publicó Justo Sierra. Juárez: su obra y su tiempo era una biografía bien documentada y comprensiva. Sierra había dirigido en 1902 México: su evolución social, en la que dio la versión del liberalismo positivista de la historia del país. En términos generales, los liberales como Bulnes o Sierra se consideraban modernos, promotores del orden y del progreso. Eran contrarios a los liberales como Vigil o el propio Juárez, pues los consideraban apasionados, muy obcecados con llevar a cabo su programa reformista.
Por eso fue importante la biografía escrita por Sierra. Un liberal positivista reconocía que el papel de Juárez había sido fundamental para la construcción del México moderno. Porfirio Díaz se percató de que podía usar la herencia juarista como pilar de su propio régimen, de modo que, desde el poder y con motivo del Centenario de la Independencia, se incluyó el periodo de la Reforma y a Juárez como parte de esa historia.
Lamentablemente para Díaz, 1910 no solo fue la culminación de su esfuerzo para integrar a su propio gobierno en la historia patria, sino que marcó el inicio de un proceso revolucionario que lo sacó del pedestal al que aspiraba. La historia la escribirían otros.