Los nombres que los occidentales damos a los cuerpos celestes provienen de raíces grecolatinas. Denominamos a los planetas de nuestro sistema solar con apelativos de los dioses romanos, y en los países donde se hablan lenguas derivadas del latín utilizamos esos mismos nombres para los días de la semana. Desde la Antigüedad se ha llamado Vía Láctea a la más brillante estela de estrellas que podemos contemplar en el hemisfero norte de nuestro planeta; ahora sabemos que esas incontables estrellas son soles y que la nuestra es sólo una de las millones de galaxias del universo. Tanto para nombrar esos conglomerados de estrellas y polvo cósmico, como para denominar a nuestra propia galaxia utilizamos la palabra griega galactos, que al igual que la latina lacteus hacen referencia a la leche materna.
Mitos cósmicos
Tales apelativos provienen de uno de los mitos cósmicos griegos más insólitos. La diosa Hera, siempre celosa de la aventuras amorosas de su esposo Zeus, se enteró de que este había engendrado a un niño con Alcmena, una mortal. Zeus quería que su hijo, quien con el tiempo sería llamado Heracles (la gloria de Hera) o Hércules, fuera inmortal; por ello mandó al dios Hermes a que llevara al bebé al regazo de Hera mientras esta dormía, para que el pequeño pudiera alimentarse de su pecho. Al sentir al niño en su regazo, la diosa se despertó sobresaltada, y al aventar al bebé hacia a un lado, un chorro de su leche salió despedido atravesando el firmamento, creando así la Vía Láctea. Este no es el único mito que muestra el poder simbólico que se atribuía a la leche de las diosas en la Antigüedad. La egipcia Isis era a menudo representada amamantando a
su hijo, el dios solar Horus, y en la misma posición aparecía Afrodita con el pequeño Eros; con la leche de esas diosas se fortalecían los poderes de sus divinos vástagos. La estatua de Artemisa –también denominada Diana– en Éfeso (hoy en Turquía) tenía múltiples pechos para mostrar su carácter nutricio en un sentido espiritual.
Cuando el cristianismo comenzó a implantarse como religión única en las costas del Mediterráneo, la Virgen María amamantando al Niño Jesús sustituyó con su presencia a todas esas diosas madres. Leyendas tardías sitúan su tumba vacía en Éfeso, e incluso le atribuyen la destrucción del templo de Diana, una diosa que, como ella, era virgen.
Metáforas lácteas
A lo largo de la Edad Media fue muy común la representación del modelo bizantino de María amamantando: la Galaktotrophousa griega o la María lactans latina. La abundancia de esculturas y pinturas con esta iconografía en el románico y el gótico muestran la gran popularidad que tuvo el tema entre los siglos XII y XIII en Europa occidental. En esa época también se rescataron los tratados hipocráticos que fueron traducidos del griego al árabe, y de esta lengua al latín; en ellos se afirmaba que el esperma y la leche procedían de la cocción de la sangre, sólo que mientras la naturaleza cálida y seca del varón permitía transformarla en semen (identificado con la potencia generadora), el temperamento frío y húmedo de la mujer convertía la sangre de la madre en el primer alimento que reciben los humanos.
En la retórica cristiana el carácter nutricio de la leche materna comenzó a ser utilizado como metáfora de los dones de la divinidad. San Clemente de Alejandría llegó a afirmar en el siglo II que “la palabra nos proporciona a nosotros los niños la leche del amor y solamente aquellos que chupen su pecho son verdaderamente felices […] a aquellos niños que buscan la palabra, los pechos amorosos del Padre le suministran leche”. Las metáforas lácteas de san Clemente se volvieron un tópico muy difundido en el siglo XII, mientras que los monjes del Císter comenzaron a comparar a Cristo con una madre que alimenta y protege a sus hijos. En ese contexto monacal, los abades se veían a sí mismos en un papel materno, utilizado como metáfora para significar el afecto y la unión que debía existir entre los hermanos de la comunidad y su superior. Tal relación prefiguraba aquella que debía haber entre el alma-niña y un Dios “maternal”.
Como sucedía a menudo con la retórica, las metáforas eran tomadas con frecuencia de manera literal, y lo que en un principio eran símbolos se volvieron relatos “verídicos”. En el siglo XIII algunas monjas, influidas por el dogma de la transubstanciación eucarística (el pan y el vino se convierten en el cuerpo y la sangre de Cristo), comenzaron a tener visiones en las que succionaban la sangre de la llaga del costado del crucificado.
Tal “experiencia” femenina tuvo su contraparte en la lactación con que la Virgen María favoreció a algunos santos, tema difundido en la hagiografía y la iconografía de varones. La primera narración al respecto apareció en la vida de san Bernardo de Claraval, un monje de la orden cisterciense que habría recibido leche del pecho de la Virgen como favor especial, con lo cual entró en posesión de la sabiduría que plasmó en sus escritos. Especialmente desarrollada en la península ibérica desde el siglo
XIV, y ampliamente difundida por los pintores del Renacimiento y del Barroco, la escena partía de una interpretación alegórica sobre un comentario que el santo había hecho alrededor de un verso del Cantar de los Cantares. Dicha alegoría se comenzó a asociar con una narración que supuestamente había acontecido al santo; aunque sus biógrafos no daban noticia de este suceso, la constante repetición del ficticio relato lo volvió verídico.
Alimento espiritual
A partir de entonces, y de la vinculación con san Bernardo, se consideró a la leche de la Virgen como un alimento espiritual que proporcionaba a sus elegidos sabiduría infusa o que otorgaba la inmortalidad gloriosa, como en el mito de Hera amamantando a Hércules. Se pensaba incluso que la inclinación al vicio o a la virtud podía ser transmitida a los recién nacidos por medio de la leche, lo que obligaba a los nobles a buscar nodrizas de buenas costumbres para amamantar a sus hijos.
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