Hablar de la práctica de sacrificios humanos entre los pueblos del antiguo México provoca una mezcla de escándalo y curiosidad. Hay quienes suponen que se trata de un salvajismo y rechazan de modo tajante su existencia. Y quienes la aceptan, considerando también que es un salvajismo, suponen que los pueblos sometidos por los mexicas, los vencidos tras una cruenta guerra con los europeos, hartos de esa situación aceptaron de buen grado la dominación española para que esa nefasta costumbre terminara. La explicación es diferente y se halla al entender el mundo prehispánico.
Los sacrificios humanos existieron y tuvieron una larga tradición en Mesoamérica, aunque histórica y arqueológicamente están poco documentados en los inicios del desarrollo de las grandes civilizaciones de la región, aproximadamente en el 1500 a. C. Los datos en los que están las huellas de esas prácticas son abundantes poco después del 500 d. C.; están presentes en la escultura y en huesos –incluso los humanos, trabajados para crear objetos que se usaban en rituales públicos y privados–, además de quedar plasmados en murales, documentos pictóricos, entre otros.
Las huellas de los sacrificios humanos llegan hasta nuestros días porque fueron representantes de una parte de la sociedad mesoamericana y son síntesis de la manera en que esta se reprodujo.
Estamos en deuda para ser merecedores
La religión y la cosmovisión de los mesoamericanos tenían fuertes cimientos ideológicos que, en gran medida, giraban en torno a “la noción de deuda. Una criatura debe la vida, y todo lo que hace posible vivir, gracias a sus creadores”, como lo afirma el historiador belga Michel Graulich.
Por esta razón, debían estar al pendiente de los dioses, alimentarlos y procurar su bienestar para que, de manera recíproca, enviaran la lluvia, a la cual detendrían si era mucha o la harían abundante si era escasa. También para que contuvieran las heladas, las sequías y demás fenómenos meteorológicos que afectaban a los agricultores.
Los dioses daban así la vida a sus hijos, los hombres. Las deidades creadoras eran alimentadas de muchas maneras: se les ofrecía el aroma de los humos producidos por la combustión de vegetales y resinas, el perfume de las flores, la sangre de los animales a los que, en ocasiones y después de muertos, se les adornaba con las insignias de los dioses a los que se ofrendaban junto con otros objetos valiosos, como el jade, plumas, adornos de cobre y oro. También se les debía entregar lo que era considerado como la ofrenda más preciada: la sangre del autosacrificio, la cabeza o el corazón de un ser humano, el cuerpo o los huesos.
Pero a los dioses no solo se les ofrendaban hombres; se les daban venados, perros, jaguares, serpientes y aves como las codornices, a las que los sacerdotes les arrancaban la cabeza. Muchos de estos animales fueron colocados cuidadosamente en cajas de piedra y luego en los edificios. También se formaba, con lajas, un receptáculo para ponerlos o se les depositaba directamente entre las piedras de los muros y se les cubría con la argamasa utilizada en la construcción de un edificio.
Los “sanguinarios” mexicas
Cuando la expedición de Hernán Cortés llegó y trabó contacto con los habitantes de la costa del actual golfo de México, el capitán español se enteró de la existencia de los mexicas, el pueblo que dominaba el mundo conocido en estas tierras: el Anáhuac. Rápidamente supo que eran grandes guerreros; que sometían a quienes poseyeran algo que ellos necesitaran; que eran crueles y que además sacrificaban seres humanos. En palabras de Bernal Díaz del Castillo, “son idólatras y se sacrifican y matan en sacrificios muchos hombres, é niños y mugeres, y comen carne humana”.
Con estas noticias se enteraron también de que los mexicas vivían en una ciudad grande y lujosa rodeada por agua, gobernada por un gran señor, Moctezuma II, quien era muy rico y poderoso. Entonces, los expedicionarios decidieron marchar hacia esa ciudad, Tenochtitlan, para conocerla y “rescatar”, obtener de buen grado o por la fuerza, sus riquezas. A su paso, y de acuerdo con las crónicas españolas, se enteraron de que no solo los mexicas hacían sacrificios con seres humanos y animales.
Los españoles lograron entrar y permanecer en Tenochtitlan en son de paz, aunque hicieron prisionero a Moctezuma II. Así conocieron lo que hoy se identifica como el recinto sagrado. Uno de los soldados al mando de Hernán Cortés, Andrés de Tapia, en su crónica, describe cómo vio a la escultura que llamamos Coatlicue y también “una torre de cráneos”. Se sabe ahora que esta era parte del tzompantli de Tenochtitlan, una estructura hecha de madera, similar a un andamio, en cuyos travesaños se colocaban, de forma horizontal o vertical, los cráneos de los sacrificados; se les hacía una perforación en ambos lados o en la base y la parte alta para que por el agujero resultante pasara la trabe.
Ese andamio generalmente estaba en la cima de un edificio de piedra, a veces adornado con cráneos esculpidos que imitaban a los que estaban colocados en las varillas del tzompantli. Las cajas óseas permanecían ahí y las partes blandas se descomponían con el tiempo. Para que la mandíbula no se cayera, se ataba con cintas. Las testas esqueléticas puestas a la intemperie se deterioraban y era preciso quitarlas y ubicarlas en otro lado. Por cierto, esto es el origen de las torres de cráneos del soldado y cronista español Andrés de Tapia, quien participó con Cortés en la conquista de México a principios del siglo XVI. Por otro lado, con esos cráneos se fabricaba, con solo la parte frontal, una máscara a la que en las cuencas orbitales se ponía una concha y una pieza de pirita de cobre para simular los ojos.
El tzompantli significaba follaje y vegetación que reverdecía; las cabezas de los sacrificados eran las semillas que darían fruto y alimentarían a los hombres. Esta estructura estaba colocada en un lugar sagrado y restringido al que pocos tenían acceso. Era un sitio público y privado al mismo tiempo. Seguramente, quienes veían el tzompantli sabían qué significaba y quizá supieran que a la par que ofrenda sublime era una oración-petición permanente a las divinidades. Muy probablemente, no se escandalizarían.
Todos son caníbales
A la llegada de los españoles a México, los mexicas eran un pueblo que estaba entre los más desarrollados. Hernán Cortés, cuando hablaba con los emisarios de Moctezuma II, afirmaba que los había enviado un gran señor para que les enseñara la verdadera religión y, entre otras muchas recomendaciones, les dijera que no comieran carne humana. Las crónicas de los españoles hacen hincapié en que los mexicas comían carne humana, que eran caníbales.
La idea de gente que comía carne de seres humanos como si fuera la de otro animal, o que se criaban seres humanos y se les engordaba para comerlos, fue propalada por el navegante y cartógrafo genovés Cristóbal Colón…
Esta publicación es sólo un fragmento del artículo "El nuevo mundo: un reino caníbal" del autor Daniel Díaz que se publicó íntegramente en Relatos e Historias en México número 111.