Los reyes mártires

y las guerras de la fe

Antonio Rubial García

 

Para los primeros cristianos, el martirio por confesar la fe en Jesucristo era el medio más seguro de salvación; era la imitación más fiel del ejemplo que había dado el Hijo de Dios al morir en la cruz. La multiplicación de los mártires a causa de las persecuciones orquestadas por algunos emperadores romanos durante los primeros tres siglos de nuestra era fortaleció en los fieles la promesa evangélica: “El que encuentre su vida, la perderá; y el que pierda su vida por mí, la encontrará” (Evangelio de San Mateo, 10: 32, 39).

Pero a partir de que el emperador Constantino emitió los edictos de tolerancia en Milán y cesó el acoso contra los cristianos, el martirio dejó de ser una opción de salvación y la renuncia al mundo se volvió la alternativa de una “muerte en vida” por Cristo. Al mismo tiempo los obispos daban todo su apoyo al emperador y uno de ellos, Eusebio de Cesarea, narró su conversión ocurrida a raíz del triunfo obtenido en la batalla del puente Milvio (312) contra su enemigo Majencio, gracias a una cruz luminosa que se le apareció en el cielo.

En adelante los obispos del imperio se encargaron de difundir la eficaz intervención de este signo durante las victoriosas batallas del emperador y a partir de entonces la cruz se volvió el estandarte único de guerra de los ejércitos romanos y bizantinos, y de los germanos que los imitaron. Con la leyenda del triunfo de la cruz el cristianismo se enfrentaba a una paradoja pues, de ser una religión pacifista que proclamaba el amor por los enemigos y la no resistencia a la agresión, se volvía una doctrina que justificaba la guerra bajo el signo de la cruz.

Por esta razón los obispos, nuevos colaboradores incondicionales del imperio, encontraron en el Antiguo y el Nuevo Testamentos citas que avalaban la obediencia al poder temporal y, sobre todo, atribuyeron a sus protectores imperiales algunas funciones eclesiásticas y aquellas virtudes que los convertían en seres muy cercanos a la santidad. Lo que quedaba claro era que la nueva política imperial hacia los cristianos no era desinteresada ya que los obispos helenísticos estaban mejor organizados que las iglesias cristianas de tradición gnóstica, con numerosos seguidores en Egipto y en Siria, pero también con menor interés en hacer este tipo de pactos con el Estado.

A la muerte de Constantino el imperio cayó de nuevo en una profunda crisis. El cristianismo helenístico, triunfante en el concilio de Nicea, se vio asolado por la división entre aquellos que profesaban el credo trinitario y los arrianos que negaban la divinidad de Cristo. A lo largo del siglo IV, la turbulencia de los tiempos no permitió desarrollar discursos de santidad alrededor de la figura imperial, pues algunos de sus titulares simpatizaban con el arrianismo e incluso uno, Juliano, se mostró abiertamente hostil al cristianismo e intentó restaurar los cultos paganos. Por ello los obispos cristianos, como san Ambrosio de Milán, vieron en la llegada al trono del emperador Teodosio un hecho providencial.

Su persecución contra los arrianos después del concilio de Constantinopla (381) y los ataques sistemáticos contra el paganismo (clausura de templos, prohibición de fiestas y juegos en honor de los dioses, etc.) lo convirtieron a los ojos de los obispos en un verdadero enviado de Dios. San Agustín de Hipona en La Ciudad de Dios lo consideraba modelo de príncipe cristiano, por lo que Dios lo protegió de sus enemigos. En una batalla que Teodosio sostuvo con el usurpador  Eugenio, un furioso viento arrebató las armas de las manos de sus enemigos y “los mismos dardos que les tiraban se volvían contra los que los esgrimían”. Con sus memorables acciones y buenas obras a favor de la Iglesia, Teodosio obtuvo la eterna felicidad, “la cual sólo da Dios a los verdaderos piadosos”.

La santificación del poder comenzó a influir asimismo en las representaciones de los emperadores bizantinos, que desde el siglo V se mostraban en pinturas y mosaicos con una aureola de santidad alrededor de sus cabezas. El ejemplo más notable es la famosa imagen del siglo VI que muestra a Justiniano con una ofrenda en la iglesia de san Vital en Rávena. Con tal iconografía, los emperadores se convertían en los únicos seres vivientes a los que se les podía representar con ese atributo, que era propio de los santos mártires que estaban en el cielo. Con ello, el cristianismo oriental aceptaba algo que los gobernantes paganos en Persia, Roma y Egipto habían elaborado a lo largo de los siglos: el emperador participaba de la divinidad más que ningún otro ser humano. En la época de Teodosio, y gracias a la fuerte presencia femenina en su corte, también la emperatriz comenzó a ser representada con ese atributo de santidad.

Los reyes mártires ingleses
En contraste con la representación del poder imperial en el ámbito griego bizantino, cuyo detentador era santo por sí mismo, los obispos y monjes que escribían en latín en Occidente, apoyados por sus señores, intentaron construir una santidad del poder, pero a partir de la excepcionalidad de algunos monarcas, aquellos que habían ayudado a introducir la fe cristiana y que habían muerto combatiendo con los paganos en su nombre.

Fue en ese periodo, entre los siglos VI y XI, que los reyes santos del Antiguo Testamento, David y Salomón, fueron utilizados como ejemplo y modelo para hablar de los protectores de la Iglesia, de reyes como san Ethelberto de Kent o san Esteban de Hungría, que apoyaron la cristianización de sus reinos. El primero en resaltar el carácter santo de los reyes a través de su “martirio” fue un monje de la región de Northumbria en Inglaterra, san Beda el Venerable, quien alrededor del año 700 El emperador Justiniano I, comenzó a recopilar materiales para elaborar su Historia ecclesiastica gentis Anglorum, obra que concluiyó en el 731.

En ella Beda exaltaba las virtudes de algunos reyes anglosajones convertidos al cristianismo y proclamaba su santidad por haber muerto en defensa de la fe. Inglaterra era un territorio dividido en siete reinos, fundados a raíz de la invasión germana a la isla en el siglo VI y del sometimiento de varios de los pueblos celtas que habitaban en Britania. Dichos reinos luchaban entre sí y su cristianización puso las bases par  ampliar sus poderes, por lo que el apoyo de sus reyes en la fundación de monasterios y catedrales se volvió fundamental en el proceso de unificación.

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