Carne, media botella de vino rojo, café y pan. No era como los banquetes a los que estaba acostumbrado, pero esos alimentos le servirían para pasar el último trance de su vida. En su prisión en el exconvento de Capuchinas, en la ciudad de Querétaro, el antiguo emperador Maximiliano despertó desde la madrugada de ese fatídico 19 de junio de 1867 y tomó su última comida cerca de las 5:15 de la mañana. Poco antes de partir hacia el paredón de fusilamiento en el cerro de las Campanas, quizá apuró de un solo trago el último vaso de vino (como a veces lo hacía). Ya no fue atendido por su ejército de criados, pero, por lo menos, no se fue de este mundo con el estómago vacío.
La decisión de Maximiliano de tomar un vino antes de morir no resulta extraña, pues su gusto por esa bebida fue evidente durante su breve gobierno mexicano, al igual que su afición por la gastronomía europea. En ese tiempo había vino por todos lados: en una bodega del Castillo de Chapultepec, en los banquetes de la corte y en los almuerzos cotidianos; hasta en los coches de viaje había un compartimento con platos, vasos, cubiertos y una botella de vino. Lo básico para cualquier travesía imperial.
José Luis Blasio, secretario particular de Maximiliano, expresó que el monarca era un “refinadísimo gastrónomo” al que sus cocineros atendían con esmero para no disgustarlo. El tipo de comida que predominaba era la francesa, aunque el origen austriaco del emperador hacía que no faltara el toque culinario vienés. Los vinos que se servían eran “de lo más exquisito”, según Blasio: durante el almuerzo, prefería los de Jerez, Burdeos, Borgoña y Hungría (de donde era su cocinero Josef Tüdös); en la comida, además de los anteriores, su paladar se dirigía a Alemania mediante los vinos del Rin, pero también a la infaltable Francia a través de la champaña, de la que resaltaba la rosada, muy de moda en la época, pero también muy cara, pues se importaba de Europa “especialmente para las bodegas de la casa imperial”.
Los ocho criados que atendían a Maximiliano era comandados por un “viejo vienés” de apellido Venisch. Este mayordomo llevaba varios años trabajando con él, desde que, a finales de la década de 1850, el austriaco encabezaba el reino de Lombardía-Venecia, por lo que después también llegó a México para acompañar al emperador. Venisch tenía a su cargo el servicio de la mesa de los monarcas tanto en el Castillo de Chapultepec como durante sus viajes. Era el que empacaba y desempacaba las vajillas, y el que servía el vino al emperador y sus acompañantes durante las comidas.
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