La trayectoria de la imagen de Benito Juárez como héroe patrio

Rebeca Villalobos Álvarez

Por décadas, la obra pictórica sobre don Benito como héroe patrio proliferó en las portadas de los libros de texto, murales, retratos, entre otros soportes. Los artistas buscaron diseminar un discurso cívico y nacionalista con la imagen del oaxaqueño, incluso desde su infancia.

 

El enaltecimiento de la figura de Benito Juárez como bastión indiscutible del liberalismo republicano del siglo XIX surge a raíz de su muerte. Los últimos años de su presidencia –y de su vida– fueron un periodo amargo de hondas disputas entre las distintas facciones del grupo liberal. Su última reelección avivó la oposición y las muchas críticas en torno a su autoritarismo y su afán por permanecer en el poder. Si bien el juarismo pudo desarticular el intento más serio por desestabilizar su gobierno (la revuelta de La Noria liderada por Porfirio Díaz), no logró atenuar la crítica en su contra.

Durante 1871 y 1872 el presidente enfrentó tres desafíos considerables: la insurrección de Porfirio Díaz, el héroe del 2 de abril (el general que acaudilló la batalla decisiva del triunfo de la República sobre el Segundo Imperio); una complicada campaña de reelección teñida por las luchas facciosas y la muerte de su esposa Margarita. Aunque se mantuvo firme en sus intenciones políticas a pesar de estos reveses –que logró sortear con éxito–, lo cierto es que “su cuerpo ya no estaba para soportar las exigencias de la política”, como ha señalado el historiador Brian Hamnett. Tras dos infartos, murió de una angina de pecho la noche del 18 de julio de 1872.

El homenaje luctuoso organizado tras el deceso, que revistió todo el carácter solemne y oficial de un funeral de Estado, es el primer testimonio que tenemos de la transformación de un hombre de carne y hueso en una figura mítica, un símbolo que fue utilizado para legitimar gobiernos, proyectos políticos o luchas sociales.

Tras la exhibición del cadáver embalsamado en el Salón Embajadores de Palacio Nacional, tuvo lugar un cortejo que se dirigió hasta el Panteón de San Fernando, donde fue la ceremonia luctuosa. Además de familiares y políticos de primera línea, participaron representantes de escuelas primarias y diversos órganos estatales. Un aspecto fundamental de este ritual funerario es que el papel central que tradicionalmente desempeñaba la Iglesia fue ocupado por el gobierno. El gesto no era menor, pues implicaba un cambio de sentido del luto colectivo que, en este caso, celebraba las virtudes políticas –y por lo tanto terrenales– del difunto, consolidando con ello la presencia de un panteón cívico. En contraparte, los personajes más destacados entre los deudos no eran los familiares y amigos, sino grupos o colectivos que representaban distintos sectores de la sociedad: niños indígenas cobijados por instituciones estatales (como el Colegio de Tecpan); organizaciones obreras de diversa índole; representantes de escuelas superiores (como la Escuela Nacional Preparatoria); grupos de burócratas destacados, entre otros.

Este ceremonial –repetido en varias ocasiones con formatos casi idénticos– se constituyó como el primer espacio de culto al héroe. En dicho ámbito, adeptos y adversarios enaltecieron al oaxaqueño hasta el grado de reconocer en él a un héroe (no el primero, pero sí uno de los más importantes) del panteón cívico mexicano.

Dos consecuencias de este primer y muy fervoroso homenaje son dignas de destacarse: la construcción de un discurso de unidad entre las distintas facciones liberales (tan enfrentadas entre sí tras el triunfo de la República) y la creación de una figura de culto –cuya representación mejor lograda es la escultura en mármol por los hermanos Islas en el mausoleo de San Fernando– en torno a la cual se concentró toda la conmoción e incertidumbre que provocó la muerte del presidente.

Durante el Porfiriato, el aparato gubernamental, al igual que los partidos de oposición, hicieron uso de la figura de Juárez, ya fuera para promover la investidura presidencial (y con ello fortalecer al mandatario en turno) o para cuestionarla, consolidando así aquella imagen inmaculada que, para finales del siglo XIX, se concebía como la personificación del poder del Estado, la legalidad y el laicismo. El Juárez sedente (1891) de Miguel Noreña, la primera estatua conmemorativa de su natalicio, junto con el Monumento a Juárez de 1910 –que hoy conocemos como Hemiciclo–, dan testimonio de los valores que por aquel entonces legitimaban el gobierno emanado de las luchas liberales.

Con el paso de los años y las transformaciones políticas y sociales en México, la imagen del héroe trascendió las fronteras de las ceremonias oficiales y las disputas partidarias (aunque nunca llegó a abandonarlas) para entrar de lleno en la cultura visual con la proliferación de su imagen en postales, óleos y estampas de toda índole. Este fenómeno revela la conversión del héroe en un producto de consumo, en un ícono de lo mexicano y, eventualmente, en un emblema de otros principios y sentimientos colectivos.

El cine y la televisión, popularizaron la imagen del héroe en melodramas y épicas históricas que acompañaron con éxito el nacionalismo mexicano a lo largo del siglo XX. Poco a poco, Juárez fue reivindicado no solo como el ícono de la legalidad, la soberanía y el derecho, sino que llegó también a considerarse el representante más prominente de las razas indígenas, o bien la expresión misma del mexicano ejemplar.

Diversos artistas plásticos –entre ellos los muralistas y algunos miembros de la Escuela Mexicana de Pintura– replantearon visualmente la efigie del héroe. Aunque también echaron mano de los atributos que la tradición clásica popularizó con enorme éxito –el énfasis en el rostro y las manos, la expresión grave, la indumentaria formal, la banda presidencial–, transformaron aspectos fundamentales de su imagen típica. Lo más destacado fue el énfasis en su origen étnico a la luz de un repertorio de supuestas cualidades de raza.

El origen zapoteco de Juárez jamás ha estado en duda, ni el personaje lo ocultó en vida en ningún sentido. Sin embargo, en el contexto cultural y social en que vivió, la ascendencia indígena no necesariamente constituía un timbre de orgullo. La tradición liberal del siglo XIX celebró la herencia indígena antigua, pero nunca al indio contemporáneo, concebido por las élites blancas como un lastre social. La paradoja estriba en que si bien muchos elogios a Juárez durante el Porfiriato se refieren a él como el indio sublime, enaltecido y excelso, lo que rescatan en realidad es su capacidad para dejar de serlo, su habilidad para remontar la que consideraban una condición racial inferior. Esta idea es concordante con casi todas sus representaciones visuales durante ese periodo, en las cuales incluso su tono de piel o algunos de sus rasgos físicos son atenuados en pos de una imagen marmórea que buscaba acentuar, sobre todo, sus virtudes universales como héroe civil.

 

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Rebeca Villalobos Álvarez. Doctora en Historia por la UNAM y profesora de tiempo completo en la Facultad de Filosofía y Letras de la misma universidad. En sus investigaciones se ha interesado por la teoría de la historia y por el uso de figuras como Hidalgo o Bolívar en el discurso político. Ha colaborado en distintas revistas académicas y libros colectivos, y sus tesis, de licenciatura, maestría y doctorado, han sido premiadas por el INAH y el INEHRM. En 2017 recibió la Distinción Universidad Nacional para Jóvenes Académicos de la UNAM. Es autora del libro El culto a Juárez: la construcción retórica del héroe (1872-1976) (Grano de Sal/UNAM, 2020).

 

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De qué hablamos cuando hablamos de Benito Juárez