La tercera reforma fiscal en México

Carlos Marichal Salinas

Entre los sesenta y setenta México era fiscalmente débil, aunque fuerte en lo político. En esos años, se consolidó la centralización en la recaudación de impuestos, pues los estados y municipios entregaron su soberanía fiscal a cambio de las llamadas participaciones, es decir, las transferencias fiscales del centro a los estados, negociadas políticamente.

 

Si en la década de 1930 se introdujo el Impuesto Sobre la Renta (ISR), fue con la Segunda Guerra Mundial que comenzó a lograrse un incremento en su aplicación y recaudación. Simultáneamente, se aplicaron nuevos impuestos sobre industrias para reemplazar el viejo impuesto del timbre. En un plazo de cuatro décadas, de 1940 a 1980, el ISR se convertiría en la fuente más importante de ingresos del gobierno federal, aunque en una proporción mucho menor que en otros países. En este sentido, puede afirmarse que la tercera reforma fiscal importante de la historia de México fue la realizada en el decenio de 1940.

No obstante, el partido gobernante, el PRI, no realizó esfuerzos coherentes para establecer un sistema fiscal progresivo, que gravara adecuadamente a los que más tenían. El ISR tendía a caer sobre la población contribuyente llamada cautiva: el salario de los trabajadores, de los empleados del gobierno, los maestros, etcétera. Los demás sectores sociales, incluyendo la mayoría de los propietarios, grandes industriales y banqueros, escapaban al fisco; pero también los campesinos ejidatarios. De allí que, como argumenta Aboites, los privilegios y exenciones fiscales se convirtieron en un verdadero cáncer, alentados por el propio gobierno.

En la década de 1960, durante la administración hacendaria de Antonio Ortiz Mena, el economista Víctor Urquidi y un grupo de colegas propusieron nuevas reformas fiscales; pero, a pesar de una larga revisión y debate en la Secretaría de Hacienda, no se implementaron por falta de voluntad política de los máximos responsables del PRI y del Estado.

En un reciente trabajo, el economista Enrique Cárdenas considera que este fracaso hipotecó las finanzas públicas de la nación durante decenios.3 En efecto, la Secretaría de Hacienda se limitó a ampliar la base de contribuyentes, sobre todo del ISR, pero sin alcanzar logros realmente notables pues, de nuevo, se gravaba sobre todo a los contribuyentes cautivos –empleados del Estado y trabajadores en nóminas de empresas– mientras que evadían la mayor parte de los demás sectores sociales, incluyendo tanto a los campesinos, quienes difícilmente hubieran aportado muchos impuestos, como a los sectores que sí podían aportar: dueños de bienes raíces, profesionales, comerciantes, industriales y banqueros.

La lentitud en alcanzar logros sustanciales a partir de las innovaciones fiscales de los años cuarenta puede medirse comparando el tamaño del Estado en relación con la economía del país: entre 1940 y 1970 se produjo un primer aumento de los ingresos como porcentaje del PIB (Producto Interno Bruto), pero pronto la recaudación alcanzó un techo de entre 7 y 10% del PIB. Es decir, se alcanzó un nivel muy bajo con respecto a otros países, en particular europeos y los Estados Unidos, que lograron un incremento de los ingresos públicos que se acercaba a 40% de su PIB para 1970.

En resumidas cuentas, el Estado, bajo el régimen priista, era fiscalmente débil aunque, de manera paradójica, era políticamente fuerte. Esta paradoja no ha sido explicada de forma adecuada por los investigadores políticos. Sin duda, estaba relacionado en parte con la negociación de exenciones fiscales a cambio de la colaboración política con el partido que monopolizaba el poder. Pero también se vinculaba directamente con el uso de la corrupción como forma de ejercicio del poder, extrayendo rentas de la población a través de mecanismos delictuosos pero sancionados (informalmente) por el partido de gobierno y por el propio Estado.

También debe tenerse en cuenta el impacto regional de las reformas fiscales en México en esa época, mirando la recaudación por entidades geográficas. Se observa, en los estudios de Aboites y otros expertos, que entre 1940 y 1970 tuvo lugar una impresionante centralización de la recaudación en manos del gobierno federal, a expensas de estado y municipios. Es decir, la centralización política reforzó extraordinariamente la centralización fiscal y, efectivamente, fue enterrado el llamado federalismo fiscal. Los estados y municipios entregaron su soberanía fiscal a cambio de las famosas participaciones (transferencias fiscales del centro a los estados, negociadas políticamente), que persisten hasta la fecha.

 

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Carlos Marichal Salinas. Doctor en Historia por la Universidad de Harvard. Es profesor-investigador emérito de El Colegio de México. Recibió el Premio Nacional de Ciencias y Artes en 2012. Miembro del SNI, es el primer mexicano en ser nombrado miembro del Comité Ejecutivo de la Asociación Internacional de Historia Económica (2000-2010). Se ha especializado en historia económica e historia intelectual de México y América Latina. Entre sus obras destacan: Historia mínima de la deuda externa de Latinoamérica, 1820-2010 (2014), Nueva historia de las grandes crisis financieras. Una perspectiva global, 1873-2008 (2010), La bancarrota del Virreinato. La Nueva España y las finanzas del imperio español, 1780-1810 (1999), entre otras.

 

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Tres grandes reformas fiscales y tres derrotas