Un macroproyecto habría de destacar en el México posrevolucionario: la construcción de grandes sistemas regionales de irrigación. Considerada una auténtica “política de Estado”, estaba orientada también a poblar zonas escasamente habitadas, una propuesta con particular impacto en los desiertos septentrionales. Más aún, la infraestructura desplegada entre 1925 y los años setenta gestaría, a la vez, una serie de externalidades y multiplicadores que estimularon numerosas actividades públicas y empresariales. Si bien el gran norte mexicano (once estados, un millón de kilómetros cuadrados) fue escenario principal de tan dinámica frontera agrícola, nuestra síntesis se enfocará en la construcción de un vasto sistema de irrigación en el valle del Yaqui (Sonora), en la simultánea irrupción de la “revolución verde” en ese rincón norteño y el papel que entonces desempeñó un futuro nobel de la Paz: Norman Borlaug.
Nueva frontera agrícola
Las instituciones y organismos creados desde 1925 serían fundamentales para el desenvolvimiento socioeconómico del país. La fundación del Banco de México, la Comisión Nacional de Irrigación y el Banco Nacional de Crédito Agrícola, verbigracia, brindaron aliento y recursos a las grandes obras hidráulicas, a la paralela idea de repartir la tierra y el agua entre propietarios medios y pequeños, y a la simultánea aparición de incontables actividades empresariales rurales y urbanas.
Según diversas fuentes y autores, entre 1930 y 1970 se abrieron a la explotación al menos dos millones y medio de hectáreas. Si se suman las que entraron en operación durante la década siguiente, la superficie irrigada “con obras hidráulicas del gobierno federal” –de acuerdo con Gustavo Esteva– se acercaba a las tres millones y medio de hectáreas. Arturo Warman detalló que alrededor de tres millones de ellas surgieron debido a las “grandes obras construidas y controladas por el gobierno federal”.
La mayoría de las más importantes presas se levantó en el norte. El mapa de de la galería de imágenes incluye los más voluminosos sistemas de riego que se montaron entre 1930 y mediados de los setenta. En general, con oscilaciones y vaivenes, tendieron a la agriculturización del desierto, a acentuar la disputa por las aguas fluviales con el vecino país y al poblamiento de sus zonas irrigables con una finalidad estratégica: usufructuar las atractivas y tan cercanas demandas de Estados Unidos, ya en sus mercados de consumo y productivo, ya como intermediario con otros mercados gracias a su red ferroviaria, sistema de puertos y flota comercial.
La vertiente callista de la reforma agraria y del desarrollo rural, recuperada después de 1940, alentó medidas medulares para la puesta en marcha de las presas, abrir al cultivo áreas semiáridas y propiciar mecanismos de distribución de la tierra entre centenares de propietarios. Era la vía farmer, tan apreciada por los expresidentes Álvaro Obregón y Plutarco Elías Calles. La aridez tendía a agriculturizarse tanto en el suroeste estadounidense como en el norte mexicano porque ofrecía, en esa coyuntura, uno de los cultivos más rentables: el algodón.
No debe extrañar que, del total de las inversiones en el ramo, casi el 53% haya sido para los estados norteños de Sinaloa, Tamaulipas, Sonora, Baja California y Chihuahua. Si agregamos Coahuila y Durango, el monto sería mayor al 60%. El cuadro incluido en esta página resume la superficie bajo riego de algunos de esos enormes distritos septentrionales y detalla los cultivos que llegaron a prevalecer en sus territorios. Ejemplo de ello es el caso de la Comarca Lagunera (con cien mil hectáreas, abarca zonas tanto de Coahuila como de Durango), que se había configurado como productora especializada de algodón durante el Porfiriato.
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