Esclavo entre esclavos
Para finales de enero de 1529 quedaban vivos tan sólo catorce españoles y Estebanico. La mortandad también llegó a los indios, pues la mitad de ellos cayó de una enfermedad del estómago; quienes sobrevivieron comenzaron a señalar a los extraños como los causantes de tantas muertes y concertaron su exterminio, pero uno de ellos los convenció de que era mejor repartirlos y hacerlos trabajar como esclavos.
Estebanico y diez españoles fueron llevados por sus nuevos amos a tierra firme en unas canoas; el capitán Álvar Núñez y tres de sus hombres, muy debilitados y enfermos, se quedaron a servir a las familias que no habían querido abandonar aquella isla, a la cual los españoles llamaron del Mal Hado, por la mala fortuna que en ella habían tenido.
La suerte de quienes pasaron a tierra firme tampoco fue mucho mejor. Los indios iguaces que los tenían esclavizados los llevaban en sus largas caminatas para conseguir alimentos y, para evitar su huida, los amenazaron de muerte. No contentos con darles bofetadas, apalearlos y pelarles las barbas como pasatiempo, mataron a tres que intentaron escapar. A pesar del temor a sufrir la misma suerte, en un descuido Dorantes logró huir de sus captores y se pasó a la tribu vecina de los mariames. Castillo y Estebanico prefirieron no arriesgarse y se quedaron con los iguaces, hombres que se distinguían por traer horadada una tetilla y el labio inferior, por cuyos orificios se atravesaban unas cañuelas como adorno.
Para el esclavo bereber, la nueva situación pareció no ser tan desfavorable; los indios debieron tratarlo mejor que a los españoles gracias a su juventud (no tenía aún quince años), color de piel y habilidades lingüísticas que le permitieron muy pronto comunicarse con sus captores en su lengua y obtener ciertos beneficios, como poder moverse a su antojo. Al año de vivir con esa tribu, la cual, al igual que los mariames, se movía continuamente, ya lo habían aceptado como uno de ellos. Los acompañaba en sus correrías por los montes persiguiendo a los venados; eran tan infatigables que, sin descansar, corrían tras ellos desde la mañana hasta la noche, y cuando sus presas ya no podían del agotamiento, los capturaban incluso vivos. Cuando se asentaban en un sitio por tres o cuatro días, construían unas tiendas con esteras puestas sobre cuatro arcos para cubrirse de la lluvia, y cuando emprendían la caminata, a sus mujeres se las llevaban a cuestas.
El mejor tiempo era el de la recolección de tunas, pues para ello se asentaban varias semanas y se la pasaban comiendo de ellas y bailando noche y día. En ese tiempo, iguaces y mariames se juntaban, por lo que Estebanico volvió a ver a su antiguo amo, quien intentó convencerlos a él y a Castillo de huir hacia el mar. Ambos se negaron a seguir su plan poniendo como pretexto que no sabían nadar y temían ahogarse en las corrientes de los caudalosos ríos y en las anchas bahías por donde habían de pasar.
A finales de ese año de 1529, Estebanico y Castillo volvieron a encontrarse con Andrés Dorantes en un lugar donde sus tribus se reunían a comer unas nueces que caían de los árboles y molían con unos granillos. Cuál no sería la sorpresa de ambos al verlo acompañado del capitán Álvar Núñez, quien había logrado huir de la isla del Mal Hado, donde sus amos lo trataban muy mal, y ahora vivía sirviendo a una familia de tuertos que tenía como esclavo a Dorantes.
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