La importancia de llamarse Gabriel Figueroa

Pionero y referente de la cinefotografía mundial

Marco A. Villa

Fue aquel reluciente cielo lo último que vio el coronel Lucio Reyes luego de desplomarse, moribundo, tras la descarga del pelotón de fusilamiento. Había sido acusado de traición tras liderar una revuelta armada que protestó por el asesinato del general Emiliano Zapata. A pesar del drama que supone tal hecho y el que un militar de vestimenta impecable se acerque para cerciorarse de que Lucio esté muerto mientras le apunta con un revólver, lo que sorprende es el cautivante paisaje y los personajes, con sus cuidados contrastes, luces, formas y expresiones.

Se trata de una de las escenas finales de la película Un día en la vida (Emilio Fernández, 1950) que, pese a ser filmada en blanco y negro, logró presentar algo especialmente vívido, al punto de ser considerada una expresión artística inigualable por decenas de expertos. Su autor fue el director de fotografía Gabriel Figueroa Mateos (1907-1997), cuya aportación a la cinematografía mexicana y de otras partes del mundo es descrita por prestigiosos fotógrafos del séptimo arte en el documental Miradas múltiples. La máquina loca (Emilio Maillé, 2012).

Para cuando esta película –que curiosamente cobró mucho mayor éxito en la extinta Yugoslavia que en México, hasta convertirse en un clásico y dar pie al icónico estilo musical denominado Yu-Mex– llegó a las marquesinas, Figueroa llevaba ya más de una década en la cúspide de la fotocinematografía nacional, desde que en 1932 colaborara con la foto fija de Revolución. La sombra de Pancho Villa, dirigida por Miguel Contreras Torres, y en 1936 con la galardonada Allá en el Rancho Grande, de Fernando de Fuentes, que le dio a Figueroa su primer premio fuera de México en la Muestra Internacional de Cine de Venecia.

Dar un repaso siquiera por lo más granado de su cinefotografía, conformada por más de 230 cintas –incluyendo La noche de la iguana (John Huston, 1964), que le valió una nominación al Oscar–, sería interminable, al igual que enlistar sus múltiples galardones. Más bien puede decirse que, desde sus primeros trabajos en los años en los que nacía la propia industria del cine nacional y estaba por llegar la llamada época de oro, los espectadores quedaron anclados a la fuerza interpretativa de sus imágenes. Paisajes, retratos, naturaleza, espacios, mares, luminosidad… todo era cuidadosa y artísticamente dispuesto por Figueroa para enmarcar la trama de cada historia, en ocasiones con una inconmensurable belleza.

El documental de Maillé recupera decenas de fragmentos de las cintas en las que Figueroa participó y que develan tal cualidad, tal vez enraizada en más de una generación de mexicanos que reconocieron en su arte el sello distintivo de la idiosincracia nacional con la cual se identificaron, y también adularon o renegaron. Esta extrapolación quizá fue también parte de su legado. “Estoy seguro de que, si algún mérito tengo, es saber servirme de mis ojos, que conducen a las cámaras en la tarea de aprisionar no sólo los colores, las luces y las sombras, sino el movimiento que es la vida”, dijo alguna vez.

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