La gran estafa

Javier Torres Medina

 

Falsificación masiva de monedas, crisis, devaluación, motines y revueltas en el México independiente

 

Durante la década de 1830 el precio de los productos básicos se encarecía constantemente. La razón era que aumentaba el circulante de moneda fraccionaria hecha de cobre, que a su vez se depreciaba. Tenderos, panaderos, molineros y otros no la aceptaban si no era con un descuento, toda vez que los introductores de mercancías exigían al comerciante el pago en plata, pues no querían arriesgar sus ganancias con un cobre devaluado. La población no podía comprar sus alimentos cotidianos y esto era un caldo de cultivo para protestas, motines y revueltas.

El problema monetario lo padecían más las clases populares, que más que comprender la devaluación, la sufrían día con día al ir a comprar sus encarecidos víveres. En la prensa de la época se decía: “El incremento del valor de todos los productos de primera necesidad, es tan continuo que mañana el pueblo instigado por el hambre, saqueará las tiendas, las casas particulares, los templos, se cometerán asesinatos, se ejecutaran venganzas que quedaran cubiertas con el celo del desorden general” (El Cosmopolita, 1 de marzo de 1836). Lo peor de todo eso era que la mayoría de las cuartillas de cobre en circulación eran falsas. Ocho millones de pesos en cuartillas de cobre era el cálculo del circulante que se acuñaba fraudulentamente en las afueras de varias ciudades del país, incluyendo la capital de México.

Desde la época virreinal los novohispanos nunca se acostumbraron al uso del cobre como medio de cambio. El oro y principalmente la plata, eran signos del dinero y los símbolos indiscutibles de la riqueza. Ante el rechazo de la población, la manufactura de monedas de cobre se había cancelado. Es sabido que la mayor productora de plata mundial había sido la Nueva España y la moneda de este metal circulaba por todo el mundo, lo que dio al reino la imagen de ser un país riquísimo. Sin embargo, para las transacciones de poca monta, para el menudeo, para las compras diarias de alimentos básicos, no había moneda fraccionaria. Para sobrellevar esta situación, era frecuente en los mercados y plazas la práctica

del trueque, el uso de diversos objetos como joyas, alhajas, hebillas, botones, tachuelones, etcétera, a guisa de monedas y el uso indiscriminado de los llamados “tlacos”, signos informales del valor o “pseudomonedas” que también hacían referencia a piezas elaboradas por los comerciantes en diversos materiales como estaño, vidrio, madera, latón o cerámica con el nombre o un signo que identificaba a la pulpería, panadería o carnicería y se usaban para dar el cambio. A la vez, el uso de granos de cacao como medio de pago era cotidiano y común en ¡pleno siglo XVIII!

Durante la guerra civil iniciada en 1810, la escasez y el atesoramiento de metales preciosos propició la acuñación de piezas de cobre. Tanto insurgentes como realistas las acuñaron para sostener y financiar sus respectivos movimientos. Las piezas que se acuñaron eran de dos cuartos o “cuartilla”; un cuarto, que siguió llevando el nombre popular de “tlaco” y el de dos ochavos llamado “pilón”.

Durante las primeras décadas del siglo XIX las acuñaciones de moneda de cobre eran frecuentes de manera formal y constante en las diferentes casas de moneda regionales porque facilitaban las transacciones comerciales, aunque no contaban con una buena imagen como las monedas de oro o plata, lo cual creaba una animadversión –a veces prejuiciada– de que eran monedas sin valor y cuya convertibilidad era cuestionable. ¿Una estafa? Así lo podían considerar, ya que se pensaba que el gobierno se quería quedar con los metales preciosos y ofrecerles cobre. El problema se gestó cuando se empezaron a acuñar cuartillas de cobre falsas en grandes cantidades en las afueras de varias ciudades como Guanajuato, Querétaro, Celaya y Morelia, en donde florecieron pequeños obrajes y talleres en los que se acuñaba moneda falsa.

El problema fue doble. Por un lado, el rechazo de la gente a la moneda cuprosa y, por otro, la negativa de los comerciantes a aceptarla como medio de pago, ya que al aumentar el circulante –la mayor parte falso– la moneda se devaluaba. Diversos negocios como panaderías y tocinerías recurrieron a aumentar los precios de sus productos de consumo generalizado y aceptaban estas monedas con un descuento.

 

La ronda de los “monederos falsos”

La Casa de Moneda de México y las casas de moneda provinciales acuñaron moneda de cobre para cubrir los gastos más urgentes en una época de penuria y déficits presupuestales. A la burocracia y al ejército se les pagaba con cobre y a veces con papel llamados “vales de alcance” que funcionaban como dinero. Paralelamente, se fue gestando un jugoso negocio ilegal: la falsificación de moneda de cobre. La falta de control y ausencia de instituciones del Estado mexicano permitió la proliferación de casas clandestinas de moneda, en donde, a diestra y siniestra, se acuñaban grandes cantidades de monedas de cobre. La falsificación de la moneda de cobre significaba un problema más para el gobierno que estaba perdiendo el control tanto de la producción monetaria, como de la minera, a lo que se sumaba la salida de plata del país de manera clandestina. La emisión fraudulenta iba en aumento y en la danza del cobre estaban inmiscuidos tanto empresarios como agiotistas y se corría el rumor de que políticos y militares de alto nivel estaban implicados en el “negocio”, por lo que se les comenzó a llamar “monederos falsos”.

Ya para 1830 el secretario de Hacienda, Rafael Mangino, había expedido una circular en la que urgía “la estricta observancia de las leyes relativas a los falsificadores para restringir el escandaloso abuso que era notorio de la manufactura y circulación de la moneda falsa”. Sin embargo, la acuñación fraudulenta se había generalizado y en varias ciudades del interior ya se habían dado connatos de violencia por el rechazo de la moneda cuprosa. En los alrededores de Ciudad de México, como Tacubaya, estaban proliferando talleres y pequeñas fábricas donde se acuñaban cuartillas de cobre.

Un periódico de la capital llamado El Mosquito Mexicano repetía en varios de sus números que varios diputados y políticos eran monederos falsos. En Cuautla, el juez de letras y el comandante Ignacio Escalada eran monederos falsos de notoriedad conocida, ya que habían instalado una ceca clandestina donde payos y rancheros de las inmediaciones llevaban cobre para ser acuñado.

Tanto el Congreso como la Tesorería General solicitaron al gobierno la persecución de los monederos falsos, argumentando que “se trata de un asunto de la mayor trascendencia por el perjuicio del particular, por el del tesoro público, y por el interés que en ello tiene el buen nombre y crédito de la República”. Según La Lima de Vulcano,

otro periódico de la época, había una “escandalosa circulación y el daño ha sido enormisísimo para el público consumidor, perjudicial para el crédito del gobierno, degradante para la nación, y sumamente gravoso en la balanza del comercio”.

 

El gobierno tomó cartas en el asunto y definió a la falsificación como de “lesa nación”, pero se enfrentaba a fuertes presiones de grupos económicamente poderosos implicados en la falsificación que impedían que se cumplieran las sanciones. Los nexos de los falsificadores con los órganos del Estado encargados de la persecución de los criminales eran evidentes y mostraban qué tan grande estaba metida la corrupción. En la capital de la República, el mayor centro de consumo y comercio del país, la mecha de la violencia social estaba por estallar.

 

Casas de moneda clandestinas

En esos años, el diputado Carlos María de Bustamante comentó en el pleno del Congreso que se sabía de la existencia de talleres y obrajes de moneda falsa en los alrededores de Toluca y Tacubaya, a donde llegaba el cobre de Santa Clara, en el cercano Michoacán, y se elaboraba en pequeñas máquinas traídas de Estados Unidos con tanta perfección que en nada se distinguía de las acuñadas por la Casa de Moneda.

Lo mismo ocurría en Morelia, Guanajuato y Querétaro, donde brotaban casas bien avitualladas, como se puede apreciar en las descripciones cuando se aprehendía una:

 

“En la mañana de hoy se me denunció una fábrica de moneda falsa de cobre situada en la calle de Huhichila y habiendo procedido a más aprehensiones se fugaron los fraudulentos y solo se hallaron descubiertos y enterrados, unos fuelles, siete cajas de vaciar, dos canales, cinco crisoles, un par de tenazas, dos limas, un cañón de hoja de lata, una romana de palo con una pesa, tres laureles de plomo, un cajón, veinte libranzas, doce onzas de cobre, ciento trece cospeles, un poco de estaño, un martillo, una poca de arena y un ladrillo con agujeros circulares.”

 

El editorial de El Mosquito Mexicano se preguntaba, no sin malicia, por qué no se había destruido la maquinaria de amonedación confiscada y comentó que se hubiera llevado a Palacio Nacional en lugar de a la Casa de Moneda. ¿Acaso el gobierno pensaba utilizarlas? Ante las suspicacias, las máquinas incautadas en Tacubaya fueron depositadas bajo la más rigurosa custodia en la Casa de Moneda en Ciudad de México y entregadas con una razón detallada de sus piezas y su funcionamiento, mientras el Congreso resolvía si la maquinaria podían utilizarse en los trabajos de la ceca oficial.

Cuando Madame Calderón de la Barca visitó la ceca de México, escribió:

 

“Vimos laminar las barras de plata: cortar, blanquear y acuñar los pesos; también nos enseñaron las máquinas para hacer moneda falsa, y son tantas las incautadas que casi no hay sitio para ellas [ ... ] Mientras nos asombrábamos ante el número de máquinas para hacer moneda falsa que han sido recogidas, se nos aseguró que actualmente el doble de ese número están en plena actividad en México; mas como pertenecen a personajes muy distinguidos el gobierno tiene miedo de meterse con ellos. Además, no existe ahora pena bastante para este crimen, que era castigado con la pena de muerte en los días del gobierno español.”

 

Pero lo cierto era que con esas maquinitas se habían acuñado hasta ocho millones de pesos en cuartillas de cobre y habían provocado disturbios, violencia social e inestabilidad.

 

Motines, revueltas y violencia

A pesar de las medidas que estaba tomando el gobierno, la atribulada población de la capital del país no atinaba a ver el fin del problema del cobre y no dejaba de sufrir los embates de la depreciación. Desde fines de 1836 se veían en Ciudad de México comercios cerrados, panadería y molinos sin producto y, en donde lo había, se negaban a recibir cobre y solo aceptaban pagos en plata. Según El Cosmopolita (12 de noviembre de 1836), la situación era grave:

 

“La época va de malo en peor. Robos por una parte, asesinatos por otra; cobre en espantosa abundancia, marcado uno con el sello de la ilegalidad y otro con el del fraude, porque este a nadie le tiene miedo en este país de venturas; miseria por todas partes, multitud de partidas de juegos de azar, muchas prostitutas por necesidad, porción de tabernas, artesanos ociosos, militares sin cuerpos, coroneles cobardes, infracción de leyes, monederos falsos, agiotistas, bullas a la sordina, un joven gobernador; de todo hay a pide boca.”

 

Al año siguiente, la inestabilidad monetaria estaba provocando revueltas y motines populares en varias ciudades del país donde los comerciantes se habían negado rotundamente a aceptar las cuartillas de cobre, si no era al valor de “tlaco”. Aún así, se decía en una carta de Morelia, que “ni aun por este precio las recibían a pesar de los esfuerzos de los alcaldes; bajó a tanto precio que la botaron a la calle, sin que nadie las alzase”.

En Querétaro, una turba enardecida reunida frente al palacio de la ciudad se echó sobre la Alhóndiga y forzó las puertas de varios graneros dándose al saqueo. A partir de esos acontecimientos se propaló la idea que también la capital del país sería escenario de actos violentos. El pánico ante la pérdida de un mísero patrimonio y la incertidumbre de lo que iba a pasar, crearon un clima de inestabilidad en la capital nacional. Los comerciantes, panaderos, manteros, carniceros y hasta las tortilleras, verduleras y fritangueras habían subido sus precios, además había una escasez ficticia ya que muchos tenderos escondían las mercancías y muchos negocios habían cerrado. Tanto el presidente interino José Justo Corro como el gobernador de Ciudad de México, Luis Gonzaga Vieyra, ordenaron a los comerciantes que no elevaran los precios y que abrieran los negocios “para surtir de sus necesidades al pueblo, seguros de su tranquilidad, de su amor a las leyes y de su respeto a las autoridades”. Varios comerciantes extranjeros, protegidos por su posición, se negaban a aceptar la disposición, por lo que el gobernador les advirtió que si la revolución estallaba ellos serían las primeras víctimas del odio popular.

El incumplimiento a la ley fue constante. El 9 de marzo de 1837 y los siguientes días se fueron reuniendo cientos de personas en la Plaza Mayor de México que solo atinaban a mirarse unos a otros preguntándose por qué ahora, para comprar una pieza de pan, tenían que pagar el doble. La disminución del valor del cobre fue tomada por la oposición como “un nuevo rasgo de inmoralidad” y la reducción como “un conjunto de ineptitud y maldad que se identifica con tramposos y estafadores”.

Las autoridades tuvieron que disponer de un piquete de soldados para controlar a la “leperada” reunida en la Plaza Mayor y sus alrededores. En el barrio de Santa Catarina Mártir comenzó un gran alboroto que rápidamente se propagó hacía otros rumbos de la capital. A las once del día ya había un gran número de “leperos” en el Puente del Palacio (actual calle Corregidora). El comandante Melchor Álvarez dijo que la reunión era de gente maliciosa y que había algunos expresidiarios, aunque la mayoría era gente del pueblo que comenzó a lanzar gritos exigiendo a los diputados que arreglaran el problema.

En el recinto parlamentario algunos diputados proponían que para paliar los efectos de la devaluación se dispensase el pago de alcabalas a los granos básicos y carnes de vaca y carnero y coincidieron en decretar una devaluación. Mientras legislaban, hasta ellos llegaban las voces de “¡Muera el Congreso!” y “¡Muera el gobierno!”, que se gritaban en las mismas puertas del Palacio Nacional.

Al terminar las sesiones los diputados tuvieron que salir por las caballerizas hacía la calle de Santa Teresa para evitar ser insultados o agredidos por la muchedumbre, como les había pasado a algunos que se atrevieron a salir por la puerta principal. Para ese entonces se calculaba una aglomeración de más de once mil almas que no dejaban de lanzar gritos y maldiciones. Para mediodía, toda la ciudad era presa de la consternación: el comercio cerrado, en la plaza mayor un concurso inmenso seguía gritando mueras a los diputados y a los monederos falsos. “La multitud hambrienta pedía pan a los padrastros de la patria y los gritos sediciosos solo vinieron a comprobar que nuestros funcionarios reportaban toda la execración pública de que son inexplicables merecedores”, decía un crítico de la época.

Una compañía de lanceros salió del cuartel del Palacio para dispersar a la muchedumbre, pero fue recibida a palos y pedradas. Un lépero le lanzó una piedra en la cara a un soldado, el cual le disparó a bocajarro y lo dejó mal herido. Una rechifla acompañada de los más soeces insultos fue el premio a aquel piquete de soldados.

El pueblo maldecía al gobierno, amenazaba con asesinar al “tirano” –el presidente interino– y saquear todo negocio que encontrase a su paso. A esta situación se sumaban los rumores de que el gobierno iba a reducir las monedas de “tlaco” a “pilón”, lo que infundió más odio entre la población.

Los desórdenes se extendieron a otras calles de la ciudad. En la aristocrática calle de Plateros, fue víctima de destrozos, roturas de vidrieras y escaparates la tienda El Tocador de las Damas, cuyo dueño era el comerciante y súbdito francés monsieur Clemente, quien, antes de que atacaran su casa, sacaba junto con los sirvientes barras de plata en cajas de madera. Al meterlas en el coche, una de ellas se desfondó y al intentar meterlas a la casa de nuevo, algunos “léperos” intentaron robarle. La muchedumbre enardecida intentó asaltar la maison de Clemente, pero un guardia impidió el hecho. Desde la azotea algunos compatriotas del afectado estaban pertrechados, un lépero sorrajó una piedra a la cabeza de un francés y “ardió Troya”; empezaron disparar contra la gente que terminó por apedrear la casa. La turba incontenible se dirigió por la calle de Monterilla y al pasar por la Palma destrozaron una panadería y pastelería también de súbditos franceses.

El 11 de marzo el coronel Vieyra, “deseoso de restituir la tranquilidad pública subvertida”, prohibió toda reunión mayor de cinco individuos, mandó que todos los negocios abrieran sus puertas y que recibieran moneda de cobre sin excusa por el valor establecido so pena de doscientos pesos.

Varios días duraron los disturbios, “hubo su sangre, aunque poca”, dijo la prensa oficial. No se supo bien cuántos muertos hubo y no publicaron los partes de la policía, por otras fuentes nos enteramos que algunos oficiales arrestaron a varios léperos en los Portales y que a la diputación se llevaron cinco cadáveres de hombre, el de una mujer y el de un niño pequeño al que de un culatazo le habían destrozado el cráneo en brazos de su madre. En la prensa solo se felicitaba a los soldados por haber mantenido el orden y la tranquilidad pública.

Se decía que los disturbios habían sido propiciados por un grupo de agiotistas que acuñaban moneda falsa. Varios diputados pidieron la renuncia del presidente Corro y ante la presión envió tal solicitud pretextando enfermedad, pero no le fue admitida. El conflicto político fue conjurado, no así los problemas económicos y uno más de índole diplomática. Desde hacía tiempo el gobierno del rey de los franceses, Luis Felipe de Orleans, hacía constantes reclamos al gobierno mexicano sobre robos, asaltos y ultrajes a sus súbditos y su ministro el barón Deffaudis dirigía constantemente notas, algunas insolentes, para que se aclararan y resolvieran los daños y perjuicios a sus compatriotas queriendo imponer al gobierno mexicano el pago de indemnizaciones. El enfadado Deffaudis se jactaba que pronto estarían en las costas de México una escuadra de buques cañoneros que les obligara a pagar a pesar que el Congreso mexicano no aceptó ninguna reclamación hasta que no se llevara a cabo una rigurosa investigación de los hechos. Lo peor estaba por venir.