A la opulenta Guadalajara llegaron las noticias de los horrendos estragos causados por la rebelión insurgente. El temor se apoderó de sus habitantes, que naturalmente tomaron las previsiones pertinentes. Pero nunca imaginaron que la oleada insurreccional traería tantas tropas como el triple de la población del lugar y los problemas de hacinamiento, alimentación y sanidad se volvieron insoportables. Para colmo, Hidalgo mandó pasar a cuchillo a varios centenares de civiles españoles. Al final, la ciudad agradeció que el comandante Calleja expulsara a los rebeldes.
El plano de Guadalajara de 1800, dedicado al obispo Juan Cruz Ruiz de Cabañas, muestra la dimensión que había alcanzado la planta urbana al inicio del siglo XIX, que bien podríamos llamarlo el siglo de las revoluciones: por el norte, la ciudad se extendía hasta el santuario de la Virgen de Guadalupe; por el sur, limitaba con el pueblo de Mexicaltzingo; por el oriente, con el río de San Juan de Dios y Analco; y por el poniente, con el convento de El Carmen. En este espacio vivían alrededor de 35 000 habitantes, entre españoles, criollos, mestizos, indios, negros y castas.
Como las demás ciudades de la América española, Guadalajara estaba inmersa en un proceso de transformación a consecuencia de las reformas implantadas por los Borbón. Ahora proyectaba la imagen de un centro urbano mejor ordenado, estructurado y reglamentado por ordenanzas que regulaban la vida urbana, los gremios, el abasto de productos básicos y el orden público.
Unas de las instituciones claves que regían un aspecto importante de la vida citadina eran la alhóndiga y el pósito, almacenes en donde estaba depositada la reserva de maíz que necesitaba la población para un año. Con este sistema regulatorio el Ayuntamiento procuró evitar las hambrunas, la escasez, el aumento de los precios y la especulación que ocasionaban la falta de lluvias o las heladas.
La ciudad aparecía más salubre que antes porque contaba con servicio de recolección de basura y suficientes fuentes de agua para el consumo doméstico. Desde finales del siglo anterior, tanto el Ayuntamiento como la Audiencia estuvieron muy interesados en que esta capital proyectara una excelente imagen, es decir, que las calles y los lugares públicos se mantuvieran limpios para que causara buena impresión a los visitantes.
La mayoría de las casas eran de un solo piso, salvo en la parte central, donde había algunas de dos plantas, pero todas de construcción sólida, pues sus paredes medían de uno a dos metros de espesor. Las que se ubicaban en el centro, pertenecientes a las familias adineradas, contaban con grandes salones lujosamente adornados y amueblados, dos o tres patios, y corrales para los caballos y otros animales.
A pesar de que contaba con algunos hospitales, entre ellos el de Belén, fundado por fray Antonio Alcalde, y de que empezaba a introducirse la vacuna, los tapatíos seguían compartiendo un miedo colectivo hacia las epidemias, en especial a la de viruela, la cual devastaba la población cuando se propagaba.
Esta publicación es un fragmento del artículo “Guadalajara arrollada por la insurrección” del autor Jaime Olveda Legaspi. Si desea leer el artículo completo, adquiera nuestra edición #94 impresa o digital:
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