A fines del verano de 1596, un convoy español conocido como la “nao de China” iniciaba su “tornaviaje” desde Filipinas, el recorrido que se hacía anualmente entre Manila y Acapulco siguiendo la corriente que circundaba el Pacífico norte, camino que desde tres décadas atrás había descubierto el monje agustino y marino fray Andrés de Urdaneta. En el convoy regresaba a Nueva España, su patria, un franciscano descalzo llamado fray Felipe de las Casas (aún no consagrado sacerdote) y otros religiosos de su orden. A la altura de Japón, una tempestad los desvió de su ruta y uno de los barcos del convoy, el San Felipe, encalló en las playas de la isla de Shikoku; el señor local confiscó los bienes que traía la embarcación y la tripulación y los frailes fueron enviados a Kioto, la capital donde un jefe militar (el taikó) llevaba a cabo una política unificadora para someter bajo su mando a los divididos señores feudales de Japón. La llegada del San Felipe a esas tierras no podía haber sido más inoportuna.
Desde mediados de la centuria, mercaderes portugueses se habían establecido en las islas del sur del Japón y servían como intermediarios en el abasto de productos chinos, a raíz de que el emperador prohibió el comercio con las islas niponas como castigo por la piratería que sus barcos realizaban en el mar de China. Con los portugueses llegaron los jesuitas, quienes consiguieron numerosas conversiones, siendo las más importantes las de los señores (daimios) guerreros feudales del sur, que estaban interesados en el comercio con los cristianos, sobre todo porque gracias a él podían adquirir armas de fuego. Dichos contactos despertaron también el interés del taikó Toyotomi Hideyoshi, pues el comercio con China podía redituar muchos beneficios. Sin embargo, sus principales opositores, los terratenientes sureños, eran protectores decididos del importante grupo de cristianos de Nagasaki apoyados por jesuitas y portugueses, por lo cual, desde 1587, Hideyoshi había prohibido la predicación cristiana y ordenado la expulsión de los misioneros del Japón.
Tal prohibición no se había cumplido, pues el mismo taikó, para contrarrestar el monopolio de los portugueses, había entrado en contacto con los españoles de Filipinas quienes, acompañados por religiosos franciscanos, estaban intentando poner bases comerciales y misioneras en Japón. Aunque desde 1580 las Coronas de España y Portugal habían recaído en Felipe II, las ancestrales pugnas entre ambas naciones seguían vivas y a ellas se unía la oposición entre los franciscanos (apoyados por las autoridades españolas de Filipinas) y los jesuitas, vinculados al obispado portugués de Macao y al virrey de Goa. Desde su llegada a Japón a mediados del siglo XVI los miembros de la Compañía de Jesús habían mostrado una gran adaptabilidad a la realidad japonesa y funcionaban como traductores e intermediarios comerciales; por esto y por su discreta propaganda cristiana, los señores y el mismo taikó les tenían muchos miramientos y les habían otorgado ciertos privilegios, debido sobre todo a los beneficios que sus conocimientos y relaciones traían para Japón. La intromisión de los franciscanos españoles y de sus métodos misionales, más agresivos, ponían en peligro el proyecto evangelizador que había costado mucho a los jesuitas construir.
La llegada del barco San Felipe con su tripulación incidía así en un momento en el que la situación era muy tensa: por un lado, el taikó necesitaba mostrar su fuerza para imponerse sobre los se.ores cristianos sure.os; por el otro, las pugnas entre mercaderes españoles y portugueses, y entre franciscanos y jesuitas, propiciaban una profunda división en los sectores cristianos europeos. Para colmo, Hideyoshi fue informado que el piloto del San Felipe había comentado que el imperio español se había ganado gracias a una invasión de conquista después de que los misioneros lograron la conversión de las poblaciones nativas al cristianismo. La revelación del piloto y la animadversión de sus consejeros contra los cristianos llevó a Hideyoshi ordenar el arresto de los frailes que vivían en los conventos de Osaka y Kioto, junto con aquellos que llegaron en el San Felipe, quienes hasta entonces habían sido tratados como invitados. Los jesuitas fueron excluidos de tal persecución, por lo cual algunos autores sostienen que el obispo del Japón y embajador del virrey de Goa, Pedro Martins, un jesuita portugués llegado a Kioto el mismo año de 1596, fue quien influyó en la orden de aprehensión de los frailes. Su actitud antihispana y la necesidad de mantener el monopolio jesuístico de la misión en estas tierras pudieron ser las causas de tal actuación.
La lista de los inculpados incluía a seis franciscanos descalzos (los sacerdotes fray Martín de la Ascensión, fray Francisco Blanco y fray Pedro Bautista y los hermanos fray Felipe de las Casas, fray Francisco Andrade y fray Gonzalo García) y a veinte laicos japoneses (diecisiete terciarios franciscanos y tres coadjutores de los jesuitas). El 2 de enero de 1597, después de cortarles una oreja, los sentenciados fueron llevados de Kioto a Osaka, para dirigirse una semana después hacia Nagasaki. Todos los demás náufragos del San Felipe quedaron en libertad y solicitaron permiso al taikó para trasladarse ahí en barco y poder asistir al martirio. El 5 de febrero los veintiséis cristianos murieron crucificados en Nagasaki.
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