ENRICO CARUSO EN MÉXICO

LA PRODIGIOSA VOZ QUE LLEVÓ A LO MÁS ALTO EL ARTE DEL BEL CANTO

Ricardo Lugo-Viñas

1919. Domingo 12 de octubre. Acezantes y densos nubarrones se ciñen sobre el Toreo de la Ciudad de México, acentuando la grisura de la tarde. El concierto del tenor napolitano Enrico Caruso, el más grande y afamado del siglo XX, está por comenzar. En el Toreo –ubicado entonces en la colonia Condesa– ya no cabe ni un alfiler. Ninguno de los ahí presentes chistó en pagar los veinte pesos por luneta, con tal de escuchar a aquel talentoso y simpático titán del bel canto. El programa contemplaba la ópera Un baile de máscaras, de Giuseppe Verdi, e interpretando el papel protagónico de Riccardo, conde de Warwick, el mismísimo Caruso.

El concierto comenzó a eso de las cuatro de la tarde. Poco a poco, el taurino foro a cielo abierto se colmó con la voz de plata líquida del gran Caruso. Pero al despuntar las primeras notas del segundo acto de la obra de Verdi las nubes, al fin, se reventaron en mil jirones. Una leve y tupida cortina de agua descendió sobre el público. Algunos paraguas se abrieron, pero nadie se movió ni un ápice del patio de butacas. Como tocado por la divinidad de la lluvia, Enrico Caruso desplegó las alas. ¡Cuánto ímpetu, cuánta energía, qué voz más potente y vibrante! La señora Catita –siguiendo al cronista Pablo Dueñas– recordaría muchos años después lo que vivió aquella tarde: “Yo vendía dulces a la entrada del Toreo. Su voz se oía poderosa, a pesar de la lluvia y de lo lejos que me encontraba del escenario. Además, hay que recordar que en esa época no había micrófonos que amplificaran la voz. Todo era, como se dice, a cappella. Fue una vivencia inolvidable”.

El concierto fue apoteósico. Caruso se llevó las palmas. Al enardecido público mexicano se le hincharon las manos de tanto aplaudir, deslumbrados con el brillo de la voz del siglo. Caruso agradeció –bajo la tormenta– las flores, los elogios y los vítores. Pero entonces sucedió un hecho inesperado y doloroso: aún en el escenario, el corpulento tenor carraspeó; aclaró la garganta con un par de tosidos. A modo de ráfaga expectoró y se cubrió la boca con el pañuelo que siempre cargaba consigo. Al separarlo de su boca pudo observar algo terrible: unas cuantas gotas de sangre estallada manchaban la albura del pañuelo. Aquella fue la primera señal de alarma. El breve instante que anunciaba el fin.

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