Si bien con Lázaro Cárdenas el reparto agrario se llevó a cabo de forma impresionante, los presidentes anteriores también ejecutaron importantes acciones en ese campo y prepararon el terreno para que el gobierno cardenista pudiera cumplir esa promesa de la Revolución.
La protesta agraria, el combustible popular de la Revolución mexicana, consiguió tan solo 222 resoluciones definitivas por restitución de tierras entre 1915 y 1966 –según Rosa Isabel Estrada–, cifra inquietante a simple vista. Con facilidad, a partir de esa cifra, se podría afirmar un fracaso del cometido revolucionario, así como de los ideales promovidos por Emiliano Zapata en el Plan de Ayala de 1911. Sin embargo, el dato es, únicamente, consecuencia de la historia misma de la Revolución, que si bien se ha contado a lo largo de los años, con frecuencia se encuentra alejada de la realidad. Ciento y tantos años de estudio no han sido suficientes para desenmarañar los mitos de la Revolución Mexicana.
Conocemos de memoria a los personajes emblemáticos de la lucha armada: festejamos la lucha social de Pancho Villa y Zapata; condenamos a Venustiano Carranza por no iniciar el reparto agrario y conmemoramos a Lázaro Cárdenas como el presidente que consolidó la identidad del pueblo mexicano con el reparto de tierras, dándole un lugar principal en la historia de México del siglo XX.
Uno de los tantos mitos de la Revolución es el heroico papel de Cárdenas como consolidador del movimiento. A pesar de que la protesta agraria fue el tema central del discurso revolucionario y de las políticas públicas después de la Revolución, el periodo anterior al punto culmen del movimiento, la etapa precardenista, no ha sido objeto de un estudio profundo. Los académicos no han analizado con cuidado las circunstancias que facilitaron el reparto agrario a partir de 1931, no solo porque al mexicano le gustan los mitos, sino porque el análisis historiográfico de esta época presenta límites importantes.
Bastan la Ley del 6 de enero de 1915 y la Constitución de 1917 para demostrar lo inoportuno que es negar los deseos de quienes triunfaron militarmente en la Revolución para cumplir la promesa agraria. Como lo dijo Jesús Silva Herzog en 1959, el gobierno del general Lázaro Cárdenas trató el reparto de tierras de forma impresionante comparada con los veinte años anteriores; pero la razón por la que en la historiografía se ha conservado esa imagen se debe a que no se ha puesto la debida atención a la diferencia de condiciones que los presidentes anteriores a Cárdenas enfrentaron: en especial, no se toma en cuenta el respeto al Estado de derecho –innegable ideal de la herencia liberal decimonónica–, que implicó un reparto agrario lento y complicado, pero claramente existente. La legislación en materia agraria, la construcción de una burocracia eficaz que pudiera implementar el reparto y llevar el proceso hasta conseguir las resoluciones definitivas, y el papel de contrapeso propio de la Suprema Corte de Justicia de la Nación son los ejes que deben guiar cualquier análisis serio del reparto agrario en México entre 1915 y 1934.
La complejidad del reparto
La legislación en materia agraria de la administración de Venustiano Carranza –tanto durante el periodo preconstitucional como durante su gobierno constitucional– es muestra de su deseo por solucionar el problema más importante del país, de hecho, buscando mucho más que la sola pacificación. El artículo 10 de la Ley del 6 de enero, por ejemplo, dictaba que la sentencia de expropiación de terrenos para la dotación de tierras para los ejidos de los pueblos era inapelable y que los terratenientes que reclamaran sus derechos ante los tribunales solo podrían obtener del gobierno la indemnización correspondiente; es decir, los terratenientes afectados por las resoluciones no vislumbraban mayor alternativa que la de obtener una indemnización justa.
Con la misma claridad, en su primer informe de gobierno en septiembre de 1917, el presidente Carranza instruyó a los agentes del Ministerio Público para que se opusieran con más determinación a la suspensión de los actos reclamados para que no se detuviera el reparto. Si bien es importante considerar la inestabilidad y el conflicto político enfrentados por el gobierno de Carranza, la lentitud del reparto agrario en este primer periodo tiene mucho más que ver con su determinación de apegarse al marco legal, así como de respetar la división de poderes y las resoluciones de la Suprema Corte de Justicia de la Nación.
Tampoco cabe duda de la calamidad que resultó ser el proceso burocrático que debían seguir tanto las solicitudes de dotación como los juicios de restitución. El trayecto de toda petición de los pueblos debía iniciar en el Comité Particular Ejecutivo, que la turnaba a la Comisión Local Agraria para que esta hiciera una recomendación al gobernador del estado. El Ejecutivo estatal podía, a su vez, negar la petición o ponerla a disposición de la Secretaría de Fomento Federal, para que la Comisión Nacional Agraria realizara los estudios respectivos e hiciera una recomendación al presidente de la República. Solamente el presidente podía emitir una resolución definitiva del caso.
Sobra decir, por supuesto, que tanto la construcción de la burocracia misma como los procesos podían demorar años y, esto, cuando la Suprema Corte no otorgaba un amparo a los terratenientes afectados. En ese caso, el proceso podía durar lustros. La morosidad con la que se cumplió la promesa agraria puede explicarse, así, si se toma en cuenta el largo proceso que debían recorrer las peticiones. La complejidad de este proceso, así como la dificultad de los pueblos para probar la propiedad sobre las tierras en el caso de las peticiones de restitución, hicieron que la dotación se convirtiera, de hecho, en la mejor vía para cumplir con la promesa agraria, haciendo a un lado el ideal zapatista de la restitución.
El valor de los amparos
Como se mencionó previamente, la historiografía sobre el reparto agrario, sobre todo durante el periodo precardenista, raya en el mito. No solamente el asesinato de Emiliano Zapata en abril de 1919, sino las dificultades que enfrentó el gobierno para entregar la tierra a los pueblos de manera definitiva, hicieron que durante décadas se creyera que solamente el general Cárdenas había tenido la tenacidad, la sagacidad y el empeño para llevar a cabo el reparto. Ahora sabemos, sin embargo, que la escasez de datos bibliográficos que nos adentren en la historia de la conformación y las decisiones de la Comisión Nacional Agraria –el órgano más importante en el proceso para restituir las tierras a sus legítimos propietarios o dotar de tierra a los campesinos necesitados de un medio de vida– ha limitado seriamente el estudio de la reforma agraria en el periodo precardenista.
Por el lado de la legislación, carecemos también de un análisis sistemático de las modificaciones hechas entre 1915 y 1934, años en los cuales se puede hablar, por lo menos, hasta de 5 leyes, 5 reglamentos, 1 código agrario, 25 decretos, 7 acuerdos y 52 circulares del Ejecutivo en la materia, además de 23 reformas a distintas normas agrarias. Historiar el reparto con lagunas documentales tan importantes resulta sumamente difícil.
Aun con las lagunas existentes, quizá la cifra clave para demostrar que el reparto efectivamente inició tan pronto como la Constitución de 1917 se promulgó, es el número de juicios de amparo por dotación y restitución registrados en el Archivo Histórico de la Suprema Corte de Justicia de la Nación entre 1917 y 1928: 2,562 en total. Si, como dice la historiografía, los presidentes anteriores al general Cárdenas se opusieron o simplemente no apoyaron el reparto, ¿por qué tenemos registro de tantos amparos?
Si bien la cantidad de recursos interpuestos en cada periodo presidencial varía, la tendencia es clara: tanto las resoluciones definitivas a favor de los pueblos como los juicios de amparo contra las dotaciones se incrementaron de 1917 a 1922 de manera constante; y después de 1922, cuando el presidente Álvaro Obregón expidió el Reglamento Agrario, se dispararon los juicios de amparo, pues el documento presentaba serias deficiencias jurídicas que dieron lugar a un mayor número de juicios, pero ahora, por violaciones a los artículos 14 y 16 constitucionales, que les permitió a los terratenientes interponerse al reparto no solo para reclamar una indemnización justa, sino para echar abajo todo el proceso.
No más obstáculos
El 23 de diciembre de 1931, como si fuera un regalo de Navidad para los campesinos de México, el Congreso de la Unión decidió derogar el artículo 10 de la Ley Agraria del 6 de enero de 1915. Según quienes impulsaron y defendieron la iniciativa, hasta ese momento –casi tres lustros después de la promulgación de la Constitución de 1917–, los reaccionarios y los terratenientes habían logrado evitar que se pusiera en vigor el verdadero espíritu del artículo 27 constitucional y que la Revolución, que en esencia había sido agrarista, le hiciera justicia a los miles de campesinos que habían luchado para que la tierra fuera, en verdad, de quienes la trabajaban.
La prohibición del juicio de amparo en contra de afectaciones agrarias en 1932, junto con la segunda reforma al artículo 94 de la Constitución en diciembre de 1934 –que para todo fin práctico terminó con la independencia de la Suprema Corte de Justicia de la Nación–, eliminaron los obstáculos que los titulares del poder Ejecutivo no habían podido superar para llevar a cabo el reparto agrario. Una burocracia ya consolidada en la materia, una legislación que impidió que los terratenientes se defendieran y la desaparición efectiva de la división de poderes permitieron que, en palabras del historiador Adolfo Gilly, el general Cárdenas, con su aguda inteligencia, liderazgo, experiencia y reflexión –características todas de un verdadero estadista–, acelerara el reparto agrario hasta convertirlo en la esencia misma de la política revolucionaria. Sin el reparto cardenista, a la luz de sus precedentes, es simplemente imposible entender el resto de la historia del siglo XX mexicano.