En Richmond, Virginia, antigua capital confederada, el Black Lives Matter festejó la decisión del gobernador de retirar el monumento al general Robert Lee, comandante militar de los Estados Confederados durante la Guerra Civil (1861-1865).
Con mucha soltura se habla de la memoria de un pueblo. Bien a bien, no sabemos qué significa. A veces así se llama a las fechas que se celebran oficialmente o a las narraciones del pasado que aprendimos en las escuelas y que cambian con los años. Creemos que eso no es la historia pero, a la vez, también crea sedimentos emocionales, a veces llamados sentimientos patrióticos, pero no sabemos con certeza cómo se han formado.
La memoria que dejaron escrita los antiguos romanos o la construida en el periodo virreinal son diferentes de lo que sabemos hoy, porque memoria e historia son cosas distintas, aunque a pesar de los siglos hay cosas que persisten: seguimos llamando la noche triste a un evento que quizá pudo haberse llamado el triunfo mexica. Y aún hoy es común oír que fue el pueblo de Tenochtitlan el que mató a Moctezuma II.
Podemos intuir las razones políticas del gobierno de Chiapas para instalar una estatua de Diego de Mazariegos en 1978, pero lo que sí sabemos es por qué, el 12 de octubre de 1992, los indígenas derribaron la figura de ese conquistador del siglo XVI, precisamente cuando el Estado mexicano conmemoraba, junto con España, los quinientos años del “Encuentro de dos mundos”.
En las polémicas de Bristol sobre Edward Colston, algunos de los que se oponían a derribar su figura argumentaban que pretendían preservar “su memoria”, pero en realidad se trataba de conservar la de quienes habían construido esa estatua a finales del XIX. Y quienes la derribaron se apoyaban en el trabajo de la historiadora británica Catherine Hall, una de las autoras de Legacies of British Slave-Ownership, y en la difusión del mapa de los frutos económicos y políticos del comercio de esclavos en Inglaterra, así como las compensaciones que recibieron los dueños de esas empresas cuando su “propiedad humana” se emancipó en América.
Una de las conclusiones de Hall fue que las estatuas y monumentos no son de “individuos”, sino de la metrópoli que se enriqueció con el tráfico de esclavos y la esclavitud, cuyas profundas consecuencias hoy se han hecho visibles, en parte por la divulgación de esa investigación que realizó la BBC en un par de documentales que fueron premiados: Britain’s Forgotten Slave Owners. Al final, el movimiento en rechazo a lo que representaba la estatua de Colston contrapuso la historia a la memoria.
Frente a una estatua del general Robert Lee, en los estados sureños de la Unión Americana, solo se puede saber que fue el comandante militar de los Estados Confederados, durante la Guerra Civil (1861-1865), pero no que estos provocaron el conflicto civil más cruento de los últimos tiempos para enriquecerse con la esclavitud.
Tampoco se sabe por qué el monumento se halla en un lugar determinado. En el sitio web del Southern Poverty Law Center se muestra una gráfica con los años y lugares en los que fueron instaladas las figuras de estos “héroes” del sur. Sorprende la coincidencia del aumento de instalación de esculturas, en escuelas públicas y edificios judiciales, en los primeros decenios del siglo XX, cuando la segregación y la parcialidad de los tribunales provocaba protestas de los afroamericanos contra la discriminación de la élite blanca, que les negaba el derecho a la igualdad inscrito en la Constitución.
Hoy tenemos la ventaja de saber, por su propia voz, qué piensa ese movimiento que impugna estatuas de confederados y de Cristóbal Colón, pero es más difícil saber qué pensaba la gente que aplaudía en un desfile en Ciudad de México cuando Porfirio Díaz presidió la develación de la estatua del genovés en Paseo de la Reforma.
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