Cuando se planeó la reestructuración de la deuda externa mexicana en 1989, pareció factible realizar una reforma fiscal, pero esta no fue prioridad para el presidente Salinas de Gortari, quien en cambio trató de cubrir el déficit hacendario con la emisión de instrumentos de deuda interna y con los ingresos petroleros.
Vale la pena comentar la forma en que se fue petrolizando la hacienda pública mexicana en decenios recientes. Desde 1938 hasta 1970, los ingresos de la empresa estatal Pemex no representaron una contribución muy importante al erario nacional y tendieron a ser reinvertidos en las propias operaciones de la empresa. Pero, como es bien sabido, en el decenio de 1970 el auge petrolero permitió un aumento extraordinario de las exportaciones del llamado oro negro y alentó el financiamiento de gastos públicos crecientes con el hidrocarburo y con deuda externa (con hipoteca de los ingresos petroleros).
Las administraciones de Luis Echeverría (1970-1976) y José López Portillo (1976-1982) no hicieron un esfuerzo real importante de reforma fiscal, con excepción de incrementos en el Impuesto al Valor Agregado (IVA). De nuevo, el país perdió una oportunidad histórica de colocar sus finanzas públicas sobre bases más sanas y sólidas, y al contrario, se agravaron los desequilibrios. Es conocida la historia de la reforma fiscal propuesta en 1973 que fue enterrada por el presidente Echeverría para evitar conflictos políticos.
Las consecuencias de la combinación de una deficiente política fiscal con un proceso de gasto y endeudamiento absolutamente irresponsables en los años setenta son bien conocidas, como también las consecuencias de las devaluaciones y la crisis de la deuda externa en 1982, que llevaron al país al borde de la bancarrota.
Tras el estallido de la crisis, la respuesta del gobierno fue el ajuste –o sea, la reducción de gastos públicos, las privatizaciones y el incremento de la deuda interna–. En consecuencia, la mayor parte de los ingresos petroleros fue destinada a pagar el creciente servicio de las deudas externas e internas.
Debido a la crisis, el gobierno de Miguel de la Madrid (1982-1988) no consideró factible intentar una reforma fiscal integral: por ello la Secretaría de Hacienda dedicó sus energías, básicamente, a extraer recursos de los contribuyentes ya cautivos y a incrementar el IVA durante ese sexenio, además de apropiarse de una proporción creciente de los ingresos de Pemex, tanto por cuenta de exportaciones como por ventas en el mercado interno. La petrolización de las finanzas mexicanas terminó por consolidarse en los años ochenta, que fue bautizada como “la década perdida” por la baja en el crecimiento económico.
Con la reestructuración de la deuda externa en 1989, pareció factible plantearse una reforma fiscal –siempre relegada–, pero esta tampoco fue impulsada por la nueva administración de Carlos Salinas de Gortari (1988-1994). Los déficits se cubrieron con la emisión de deuda interna, sobre todo, con los Certificados de la Tesorería de la Federación, conocidos como Cetes, y en 1994 con el experimento de los peligrosos tesobonos; al mismo tiempo, el petróleo seguía sirviendo para pagar el grueso del servicio de la deuda.
Después del estallido de la enorme crisis financiera y económica de 1995, la administración de Ernesto Zedillo (1994-2000) tampoco quiso encarar la necesidad de una reforma fiscal. Los paliativos y las alternativas adoptados entonces son conocidos: reducción o congelamiento del gasto real en rubros sociales, privatizaciones, rescates financieros y emisión de más deuda interna; y, como siempre, destinar el grueso de los superávits petroleros al pago del servicio de la deuda.
Con la asunción presidencial de Vicente Fox (2000-2006), quien fue postulado por el Partido Acción Nacional (PAN), pareció evidente que la idea de proponer una reforma fiscal tenía un fundamento y una oportunidad política, ya que se asociaba con el proceso de apertura política y de transición a una plena democracia. Sin embargo, los esfuerzos iniciados en este sentido, en 2001, fueron muy mal planeados, tanto por falta de capacidad de manejo político como por el hecho de que, en realidad, se proponía una contrarreforma fiscal que solamente prometía fiscalizar a los sectores populares pero aseguraba exenciones para los sectores acaudalados (numerosos economistas sugirieron que el momento no era apto para una reforma desde el punto de vista coyuntural, pero también por la falta de preparación técnica de las propuestas).
La propuesta de una reforma fiscal en el Congreso reveló un alto grado de rigidez, en particular del secretario de Hacienda Francisco Gil, quien no parecía entender la necesidad de negociar con tacto e inteligencia los elementos fundamentales de la iniciativa con los diputados y senadores de todos los partidos. Al contrario, la propuesta se divulgó en la prensa antes de que se llevaran a cabo muchas de las negociaciones cruciales. En pocas palabras, no se encaró la reforma fiscal como parte de una necesaria reforma política y social.
El autoritarismo de setenta años de gobierno del PRI se reflejó claramente en los discursos de la Secretaría de Hacienda, a pesar de ser una administración dominada por el PAN. En efecto, Gil Díaz no entendía la compleja naturaleza política de la llamada transición hacia la democracia en la que se fundaba la flamante administración de Fox. El resultado fue cantado: las propuestas fiscales de 2001 no tuvieron posibilidad de implementarse por falta de trabajo político sistemático, ni en ese año ni en los subsiguientes del sexenio.
Más tarde, se propusieron nuevos intentos de llevar a cabo lo que era esencialmente el mismo plan de reforma fiscal de los años de 2002 a 2004. Para salvar la nave del Estado, que claramente naufragaba, se convocó a una Convención Nacional Hacendaria. Sin embargo, existían antecedentes históricos poco favorables, y en efecto, las propuestas elaboradas por los gobernadores (y un cierto número de contadores y académicos) no tuvieron un impacto fuerte en el Congreso, que dejó pasar esta oportunidad de abrir un debate más duradero sobre un tema que no podía resolverse en el corto plazo
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Carlos Marichal Salinas. Doctor en Historia por la Universidad de Harvard. Es profesor-investigador emérito de El Colegio de México. Recibió el Premio Nacional de Ciencias y Artes en 2012. Miembro del SNI, es el primer mexicano en ser nombrado miembro del Comité Ejecutivo de la Asociación Internacional de Historia Económica (2000-2010). Se ha especializado en historia económica e historia intelectual de México y América Latina. Entre sus obras destacan: Historia mínima de la deuda externa de Latinoamérica, 1820-2010 (2014), Nueva historia de las grandes crisis financieras. Una perspectiva global, 1873-2008 (2010), La bancarrota del Virreinato. La Nueva España y las finanzas del imperio español, 1780-1810 (1999), entre otras.
Tres grandes reformas fiscales y tres derrotas