El factor económico de 1968

Rosa Albina Garavito Elías

¿En qué contexto económico se desarrolló el Movimiento estudiantil? Hasta 1968 la economía se había portado bien. Bien en términos de crecimiento medido por el Producto Interno Bruto, bien en términos de estabilidad. Y si en el México de entonces no había inflación, tampoco había devaluaciones. Los dólares de a 12.50 pesos nos acompañaron a lo largo de veinte años y las tasas de interés eran un dato más de un entorno macroeconómico por demás sólido. Incluso en términos de distribución, la economía tenía buenos resultados. El poder adquisitivo de los salarios crecía y el gasto social per cápita hacía lo propio.

 

Tomar el cielo por asalto pareció una cosa absolutamente posible, sobre todo cuando ser profesionista y encontrar una ocupación a la altura de las capacidades eran sinónimos. Entonces los estudiantes podían dedicarse a reflexiones más generosas que la simple subsistencia material. Por ejemplo, poner el mundo al revés, cambiar el mundo egoísta e hipócrita de los mayores por otro de amor, paz y libertad. Pero pronto se aprendió que, desde que se inventó la lucha de clases, nadie regalaría paz, ni amor, ni libertad, menos con el capitalismo que todo lo mercantiliza. Hasta el honor, decía Marx.

Muy pronto la holgura del mercado de trabajo se estrelló contra las estrechas puertas de un sistema político que en México poco sabía de libertades. La movilidad social podía entonces convertirse en cómplice de un régimen autoritario. Para vacunarse contra el peligro era necesario ver el éxito con desprecio y a los exitosos bajo rigurosa sospecha. Esa percepción fue acertada. De ahí nació la apología de lo marginal como sinónimo de libertad, hasta que el sistema se ocupó de masificar la marginación. Pero esa es una historia que los jóvenes de hoy sabrán romper y contar mejor.

El carácter universal del movimiento libertario de los jóvenes –esos sujetos sociales que no existían ni en las representaciones del amor adolescente de Romeo y Julieta, hasta que vino el cineasta Franco Zeffirelli a recordarlo– se manifestó en otros países. Pero, a diferencia de ellos, en México se pagó con represión y muerte la osadía de tratar de poner el mundo al revés, para que en realidad empezara a funcionar al derecho. Por ejemplo, que los presos por defender derechos sociales estuvieran libres, y en la cárcel se metiera a los jefes de la policía que repartían macanazos y balas contra los estudiantes movilizados.

¿En qué contexto económico se desarrolló el Movimiento estudiantil? Hasta 1968 la economía se había portado bien. Bien en términos de crecimiento medido por el Producto Interno Bruto, bien en términos de estabilidad. Y si en el México de entonces no había inflación, tampoco había devaluaciones. Los dólares de a 12.50 pesos nos acompañaron a lo largo de veinte años y las tasas de interés eran un dato más de un entorno macroeconómico por demás sólido. Incluso en términos de distribución, la economía tenía buenos resultados. El poder adquisitivo de los salarios crecía y el gasto social per cápita hacía lo propio.

Después de 1968, el salario creció de manera ininterrumpida por ocho años más y el gasto social por otros catorce. Aunque ciertamente los ancestrales patrones de inequidad nos hacían desde entonces uno de los países con peor distribución del ingreso –solo comparable con India o El Salvador–, la movilidad social que garantizaba un título profesional le daba sustento a la fantasía de saltar hacia arriba algún peldaño de la estrecha pirámide de ingresos, para superar a la generación anterior.

Lejos de cualquier tentación mecanicista, lo cierto es que lo inédito de la situación socioeconómica, de la mano del derrumbe del mundo de la posguerra, crearon un movimiento social también inédito en términos de sus demandas. En realidad, solo fue una demanda que se dividió en los seis puntos del pliego petitorio: libertad.

Las demandas que habían enfrentado los gobiernos posrevolucionarios habían emergido siempre de luchas sociales y gremiales de algún sector determinado: los campesinos, los mineros, los ferrocarrileros, los maestros, los médicos, a los que el Estado siempre había podido aislar y reprimir, sin que el costo político de estas acciones cuestionara mayormente su ejercicio del poder.

En cambio, la esencia del Movimiento estudiantil fueron las libertades políticas. Aquella fue la primera generación de jóvenes que creó su propia identidad, su propio proyecto. Y ese proyecto sencillo e inédito, que colocó en el centro la libertad como exigencia, se potenciaba como universal, como ciudadano. Imposible que el régimen priista pudiera dar respuesta a sus demandas. Habría sido tanto como suicidarse. Y ningún régimen político se suicida. De ahí la brutal represión como respuesta.

Aquel movimiento fue portador del peligroso germen de su generalización, en el que cualquier sector democrático de la sociedad podía reconocerse, lejos de los controles corporativos y clientelares del régimen de partido de Estado. Y solo podía darse como expresión del perfil de la nueva sociedad que el Desarrollo estabilizador había generado: una con mayor peso de las concentraciones urbanas, más letrada, más educada, más informada, más atenta al acontecer mundial.

No había, pues, fatalismos sociales y, junto con la ascendente curva del ciclo económico de crecimiento, los jóvenes del 68 cabalgaban diseñando horizontes más amplios para el mundo que les había tocado vivir.

Los triunfos de la fiesta libertaria

En un país así –país que ni en sueños se imagina la juventud de hoy‒, los estudiantes salieron a las calles a protestar por la represión que, después de la entrada de la policía a la preparatoria Isaac Ochoterena, el 22 y 23 de julio, se hacía cada día más violenta y cobraba más jóvenes presos.

Estar en la cresta de un largo ciclo de crecimiento económico y desafiar abiertamente al régimen de partido de Estado, convirtió al Movimiento estudiantil de 1968 en el prolegómeno más importante del movimiento democrático que veinte años más tarde irrumpiría en la escena nacional como otro parteaguas en la historia del país. Lo que inoculó fue la demanda por la democracia que veinte años después emergería alrededor de la elección presidencial de 1988. Y en 1996 esa democracia electoral se conquistó con la ciudadanización del órgano encargado de organizar los comicios. Esa conquista bastaría para afirmar que el movimiento de 1968 no fue derrotado, a pesar de la feroz represión y la masacre del 2 de octubre en Tlatelolco.

La experiencia del 68 siguió cabalgando. Para 1988 se había desarrollado lo que en el Movimiento estudiantil fue apenas un embrión: un nuevo sujeto social, el ciudadano, que logró sintetizar en su demanda de respeto al voto todas las demandas sociales que hasta entonces había levantado de manera aislada. Y cincuenta años más tarde, en los treinta millones de votos ilusionados por un cambio hacia la izquierda. El simple atrevimiento de desafiar al régimen con sus demandas libertarias se convirtió en una experiencia para el desarrollo de la conciencia ciudadana que muchos frutos ha rendido en las décadas posteriores. Como primer movimiento con demandas ciudadanas, el 68 es el padre del 85, del 86, del 88 y también del 2018.

Aquel ímpetu libertario se materializó, se socializó hasta hacerse desatrivial. Hoy parece nimio, pero la imperfecta libertad que vivimos fue una gran conquista, y además una conquista cara. Antes no era imperfecta, simplemente no existía. No reconocer los propios triunfos es muy común en los movimientos políticos. Asistí al homenaje que en vida se le hizo a Raúl Álvarez Garín en Ciudad Universitaria, en 2013. Al tomar la palabra uno de los dirigentes del 68, dijo que aún estaban discutiendo si aquello había sido una derrota. Quedé estupefacta.

Leer, interpretar el movimiento del 68 como una fiesta es recuperar la vigencia del rechazo a todo autoritarismo: el que ejerce la familia, la sociedad, el Estado. Sin embargo, aún hay quienes lo caracterizan como una tragedia. Hay que recordar que la fiesta es creativa, mientras la tragedia inmoviliza, petrifica. En los triunfos y conquistas –que tratan de borrarse con la versión de la derrota, del martirologio– reside el aporte histórico del Movimiento estudiantil al proceso democratizador de México. Los jóvenes de 1968 triunfaron en el terreno que a la historia importa: en el social, en el político, en la transformación que el país vivió a partir de aquel verano. No obstante, el 68 continúa siendo una herida abierta, no una cicatriz.

 

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