Ubicado en lo que fuera la huerta del colegio jesuita de San Gregorio, en la calle República de Venezuela, este recinto para el comercio se distingue por albergar una de las más ricas y extensas muestras del muralismo nacional del siglo XX, aunque su tradición comienza con la historia de los jesuitas que llegaron a estas tierras hacia finales del siglo XVI.
El Colegio de San Gregorio
Concebido desde su inicio como una institución educativa para indígenas, el Colegio de San Gregorio, al igual que otros de la Compañía de Jesús, tuvo momentos de franco deterioro, habida cuenta que la enseñanza dedicada a este sector no fue muy socorrida durante buena parte de la Colonia, más allá del impulso inicial.
Fue hasta que don Juan de Chavarría –acaudalado novohispano famoso por haber salvado la custodia del templo de San Agustín en medio de un incendio, acto heroico por el que le fue concedida la gracia de ostentar en la fachada de su casa, a manera de escudo, una mano sosteniendo una custodia, y que sobrevive en la calle de Justo Sierra del Centro Histórico de la Ciudad de México–, donó para su sostenimiento la hacienda de Acolman, que San Gregorio tuvo autonomía económica y, gracias a su dedicación especial a los indígenas, pudo sortear con éxito la expulsión de los jesuitas de los reinos españoles en 1767, y seguir con su funcionamiento en manos de seglares.
Aquí se fundió el Caballito
Unos años después de la salida de la Compañía de Jesús y tras una larga espera para conseguir primero la aprobación de su proyecto y luego los materiales necesarios, don Manuel Tolsá fundió la espléndida estatua ecuestre de Carlos IV en el huerto de San Gregorio, más conocida como el Caballito, la cual desde 1979 se exhibe en la llamada Plaza Tolsá, en la calle de Tacuba, en el Centro Histórico de la capital. Por cierto, esa gran efigie espera desde septiembre de 2013 que alguna mano experta sea capaz de restañar los daños que una empresa le propinara por una pésima limpieza, iniciada sin respaldo de las autoridades competentes.
Catorce meses le llevaron a Tolsá pulir y embellecer su pieza cuya fundición, en el horno instalado en el excolegio jesuita, produjo tal cantidad de hervores del cianuro empleado para la elaboración que, a la postre, le causaron la muerte después de haber perdido todos los dientes. Respecto al traslado de semejante escultura desde San Gregorio, en la actual confluencia de las calles Colombia y Rodríguez Puebla, justo en el predio que ocupa el mercado Abelardo Rodríguez, hasta la Plaza Mayor de la ciudad en donde iba a ser colocada, cuenta la Gaceta de México:
“En día 9 de noviembre de este año de 1803 se dispuso ya el artífice de ella, don Manuel Tolsá, a preparar los medios y las máquinas oportunas para moverla y conducirla. Venció fácilmente la primera dificultad suspendiéndola y colocándola con firmeza en el ingenioso carro que debía rodar mole tan inmensa; pero lo fangoso y desigual del terreno en que se ejecutó la fundición, hizo más ardua la segunda operación de sacarla de allí. […] La marcha era lenta y pausada […] por las calles de Chiconautla [Colombia], segunda y tercera del Relox [Argentina], la del Seminario y Plaza Mayor hasta el sitio del pedestal a donde llegó a las diez y cuarto de la noche del día 23, habiéndose gastado cinco días en la conducción.”
Después de esta exitosa experiencia, en San Gregorio se instaló un horno permanente de fundición, a cargo también de Tolsá, en donde se produjo una serie de cañones que la Corona española requería con urgencia para enfrentar las vicisitudes que por esa época se presentaron.
Un nuevo aire al pasado colonial
En 1933, durante el gobierno del presidente Abelardo L. Rodríguez y con Aarón Sáenz como jefe del Departamento del Distrito Federal (DDF), comienza para la Ciudad de México una verdadera transformación apoyada en la idea de que la lucha armada, que tantas vidas había costado, tenía que quedar plasmada en obras que demostraran que este país era otro.
Entonces se traza la avenida 20 de Noviembre; se amplía San Juan de Letrán (hoy Eje Central Lázaro Cárdenas), para lo cual demuelen el espléndido templo de Santa Brígida y lo que había sobrevivido del Hospital Real de Naturales; se urbaniza la zona de la Plaza de la República y se crea el Monumento a la Revolución con la cúpula de lo que iba a ser el Palacio Legislativo; se levanta el monumento en honor al general Álvaro Obregón y se traza el parque de La Bombilla, en el sur de la capital; y se amplía la calle de Palma hacia el norte.
El mejor mercado de la capital
En este contexto, se abre también la calle República de Venezuela sobre las que habían sido las obras inconclusas del antiguo Colegio de San Pedro y San Pablo. Dicha apertura sirvió para que quedaran al descubierto patios, columnas, arcos y una serie de edificaciones que los jesuitas habían denominado “obra nueva”. Entonces, dado que a la par se proyectaba un nuevo mercado público que fuera el mejor de la ciudad de aquel momento, se decide aprovechar aquellos restos y con ellos construir el mercado llamado en un principio Del Carmen, que luego cambió su nombre por el de General Abelardo L. Rodríguez. De acuerdo con el artículo “El Abelardo Rodríguez, un mercado del pueblo y para el pueblo” de la historiadora del arte Elizabeth Fuentes Rojas:
“La construcción fue asignada al arquitecto del Distrito Federal Antonio Muñoz y a la constructora privada Compañía de Fomento y Urbanización. El proyecto de Muñoz respetó la sección colonial del antiguo Colegio de Indios de San Gregorio y adaptó la moderna edificación en torno a esas estructuras. […] El 6 de marzo de 1933 se empezaron las obras en uno de los claustros de San Gregorio y en lo que era el cuartel de Rodríguez Puebla bajo los lineamientos funcionalistas de modernización, organización, higiene y comodidad. La idea era construir un centro cívico que continuara con la función educativa que tradicionalmente había tenido ese lugar. Así, en el proyecto se incluyó una escuela guardería para que se educaran los niños de las mujeres que atendían los puestos del Mercado; un teatro para que el pueblo pudiera asistir a obras teatrales, al cinematógrafo y a conferencias científicas y literarias.”
Esta magna construcción inaugurada el 24 de noviembre de 1934 con la presencia tanto del presidente en funciones, como del que iba a tomar posesión el primero de diciembre siguiente, el general Lázaro Cárdenas, se convirtió, sin duda, en el mejor mercado de la ciudad. Siguiendo de nuevo a la doctora Fuentes Rojas:
“Contaba con 48 accesorias interiores, 128 puestos en el pabellón cubierto, con siete amplias escaleras que comunican con la planta alta. Otro gran pabellón aloja 110 puestos y las dependencias de la Inspección de Aves y Mariscos y los frigeradores de frutas y verduras [en ese lugar hoy completamente transformado al haberse modificado su estructura original, se encuentra la llamada “Plaza verde” en donde se vende todo, menos lo que estuvo previsto en el proyecto inicial]. En el pabellón de planta octagonal se instalaría el Mercado de peces y mariscos con pescaderías para la venta de peces vivos [hoy día ahí se venden juguetes]. En la planta alta se encontraban las oficinas de la Dirección General de Acción Cívica y de la Dirección General de Educación Física.”
Lleno de arte
Pronto se volvió centro de atención al ser decorado por jóvenes artistas, alumnos de Diego Rivera, que tuvieron que contar con su aval al presentar sus proyectos de murales. El resultado fue una de las mejores muestras del arte posrevolucionario cuyos representantes, herederos de la tradición de Rivera, José Clemente Orozco y David Alfaro Siqueiros, plasmaron en este singular mercado espléndidas escenas de la vida cotidiana del país. Pueden así admirarse murales de los artistas mexicanos Ramón Alva de la Canal, Ángel Bracho, Raúl Gamboa, Miguel Tzab, Antonio Pujol y Pedro Rendón, así como de sus pares de origen estadunidense Pablo O’Higgins, Grace y Marion Greenwood, e Isamu Noguchi. A manera de paréntesis, es importante señalar que sus obras únicamente son protegidas por los locatarios, lo que ha ocasionado que, por desconocimiento de las mejores técnicas de conservación, las obras se encuentren en un franco proceso de deterioro.
Aunque la temática a representar, y por la cual se contrató a estos jóvenes pintores, fue la producción de alimentos, el resultado consistió en una serie de murales, muchos de ellos espléndidos, que plasmaron un encendido discurso anticapitalista en donde los obreros, campesinos, mineros y gente del pueblo son explotados por los patrones que se niegan a reconocer el verdadero valor de su esfuerzo.
Esta publicación es sólo un extracto del artículo “El extraordinario mercado Abelardo Rodríguez” de la autora Guadalupe Lozada León, que se publicó íntegramente en Relatos e Historias en México número 101: http://relatosehistorias.mx/la-coleccion/santiago-vidaurri-entre-la-repu...