Entre quienes vieron cómo el elegante edificio Ermita se alzaba en pocos años sobre el extenso paisaje de Tacubaya, algunos quizás auguraron que una nueva época para el poniente de la ciudad estaba por comenzar. ¡Y no se equivocarían! Despuntaba la década de 1930 cuando llegaron los primeros moradores a este inmueble, cautivados no solo por los elegantes acabados art déco que sobresalían en sus cornisas, muros y herrería, sino también por la funcionalidad de sus instalaciones y los modernos servicios alojados en su planta baja, entre los que sobresalía un cine de vanguardia.
Los espacios dentro del novedoso Ermita serían gestionados por la Fundación Mier y Pesado, su propietaria, la cual pondría todo en renta, sumando así atractivas opciones a la demanda
de vivienda de alquiler que en aquella primera década posrevolucionaria aumentaba considerablemente. La fundación, desde que comisionó el proyecto al joven arquitecto Juan Segura Gutiérrez, tuvo la consigna de lucrar con esta construcción que también gozaría de una ubicación privilegiada: quedaría emplazada en el triángulo conformado por las calles de Morelos, Juárez y 2 de Abril –hoy las avenidas Revolución, Jalisco y Martí, respectivamente–.
El Ermita supliría, además, la emblemática residencia de don Antonio Mier y Celis –primer presidente de la junta del Banco de México– y su familia, quienes habitaron el lujoso predio hasta
los años de la Revolución. Además, para cuando el edificio de siete niveles comenzó a ser habitado, en la municipalidad de Tacubaya aún quedaban varias casonas como la de don Antonio, muchas de ellas edificadas por la aristocracia desde mediados del siglo XIX, cuando los ricos habían decidido tener ahí sus casas de veraneo, en un tiempo en el que aún existían lagos, ríos y enormes prados, además de que la distancia al centro de la capital era de aproximados seis kilómetros.
Para cuando Tacubaya fue elevada a rango de ciudad en abril de 1863, poco quedaba ya de aquellas costumbres y formas de habitar de los naturales del lugar, relevadas a su vez por las de la aristocracia. Tiempo después, las oleadas migratorias y el crecimiento demográfico de los sectores populares reemplazaron a las élites; además, la llegada de los servicios públicos y el transporte –el paradero de coches al Zócalo estaba en la calle Morelos, muy cerca de la Tepachería La Especial, y la parada del tranvía eléctrico en Juárez– dotaron de gran dinamismo a la localidad que, por supuesto, tenía sus propios mercados y hasta cinco salas de cine de bajo costo, como el Cartagena o el Primavera.
Pero el desarrollo que experimentaba la ciudad parecía no dar tregua a la permanencia en algunas zonas y la conformada por los linderos de Tacubaya, con las jóvenes colonias Condesa y
San Miguel Chapultepec, era una de ellas. Así, el Ermita quiso satisfacer la necesidad de vivienda de un sector ciudadano que forjaba sus propias costumbres casi a marchas forzadas impulsado por la modernidad urbanística, ofreciéndole “habitaciones modernas” a cambio de “rentas baratas”, dentro del cual se ha hecho una repartición de más de setenta departamentos amueblados de tres metros de altura, “que máximo de comodidades por una renta reducida puede obtener una familia de ciertas exigencias sociales”.
Solo que, en reiteradas ocasiones, esas “familias” que exponía el anuncio terminaron siendo personas solas o parejas en tránsito temporal, como fue el caso de Ramón Mercader, el asesino de Trotsky. Así, al principio, el agua caliente, un elegante elevador de la legendaria marca Otis, lavandería, restoranes y otros servicios quedaron a disposición de los ermitaños, a cambio de rentas que iban de los 35 a los 120 pesos mensuales. A su servicio estaba también el vasto entorno comercial de las inmediaciones, incluida la pulquería que, según el escritor Armando Ramírez, se encontraba por ahí y que incluso dio nombre al edificio.
Para conocer más de esta historia, adquiere nuestro número 189 de julio de 2024, impreso o digital, disponible en la tienda virtual, donde también puedes suscribirte.