Hablar del circo es hablar de un espacio maravilloso en donde la magia y la fantasía se mezclan con la realidad, en donde el aliento queda suspendido por un instante mientras el artista vuela por los aires y parece por un momento que las reglas de la naturaleza no existen… los hombres vuelan, los animales salvajes se comportan dóciles y obedientes, a los malabaristas les salen brazos, cientos de brazos y manos, cada una más hábil que la anterior, el tiempo se detiene mientras explota la carcajada provocada por el entrañable hombrecito con la cara pintada. La magia se iniciaba desde que el circo llegaba a la ciudad o al pueblo y por sus calles desfilaban los artistas que habrían de deleitarnos acompañados de increíbles elefantes y otras bestias igual de magníficas que temibles, el desfile iba recorriendo la ciudad escoltado por los gritos ¡El circo, el circo!
El circo propiamente dicho llegó a México en 1808 con el espectáculo del inglés Philip Lailson y su Real Circo Ecuestre y en 1841 nace el primer circo propiamente mexicano, cuando don José Soledad Aycardo pagó en la ciudad de Monterrey la licencia de cinco pesos para montar su espectáculo al que llamó “El Circo Olímpico”. Y sería en 1864, durante el imperio de Maximiliano, con el circo del italiano Giuseppe Chiarini, que el gusto por este espectáculo se introduce definitivamente en nuestro país. Para fines del siglo XIX florecieron numerosos circos en México que corrieron diversos destinos, desde la efímera aparición hasta la persistencia en nuestros días: el Circo Suárez, el Metropolitano de los Hermanos Orín, el Gran Circo Fénix, el Circo Treviño y, en agosto de 1888, el Circo Atayde Hermanos. Estos pioneros y muchos otros que se escapan de estas líneas iniciaron en México una larga tradición. Gracias a ellos podemos decir ¡Vamos al Circo!
Esta publicación es un fragmento del artículo “¡El circo, El circo!” de Luis Arturo Salmerón y se publicó íntegramente en la edición de Relatos e Historias en México, núm. 18.