Los ahuehuetes fueron estudiados por botánicos europeos, quienes llevaron litografías, fotografías, hojas y semillas para su reproducción al Viejo Continente.
En el camino al corazón del imperio azteca, los guerreros de Hernán Cortés se maravillaban del mundo que, decían, era nuevo. A su probable paso por Necoxtla, por el rumbo de la actual Ciudad Mendoza, Veracruz, quien llevó los caballos a beber al río debió asombrarse con la galería de cientos de bellos y altísimos ahuehuetes, que por ponerles nombre los llamaron sabinos, porque les pareció que eran como los árboles que en Castilla nombran de esa forma.
El ahuehuete de Popotla, el de la Noche Triste, es el más popular del país. A los niños se les relata que los españoles, en franca huida de Tenochtitlan una noche entre junio y julio de 1520, lloraron al cobijo de sus hojas. Mientras los conquistadores gemían, se escuchaba la algaraza azteca. Pero la derrota no fue definitiva –menos lo fue la victoria– y aquí estamos hoy los mexicanos, hechos de alegrías y de tristezas.
Mientras los europeos y sus aliados derribaban Tenochtitlan, levantaban a la muy noble y leal ciudad española de México; fue imperativo eliminar los símbolos aztecas, y con ellos, algunos ahuehuetes de Chapultepec. Así, en 1527 los hortelanos de la ciudad señalaron a los frondosos ahuehuetes como los responsables de la poca y mala calidad del agua que venía de Chapultepec. El ayuntamiento, presto, ordenó que “por quanto los arboles […] de Chapultepec son perjudiciales en quitar como quitan el sol e asy mismo las hojas que caen en el agua la tiñen e dañan”, los derribaran. Así, entre los escombros de Tenochtitlan quedaron las virutas de varios ahuehuetes de Chapultepec, porque seguramente su madera se usó para sostener los techos de los nuevos edificios.
Al final del siglo XVI, el jesuita José de Acosta se asombró con el ahuehuete del marquesado del valle de Oaxaca; menciona “que está en Tlacochabaya, tres legua de Oaxaca” y que medía dieciséis brazas cerca de la raíz, además de que en ese árbol se juntaban los indios “para hacer sus mitotes y bailes y supersticiones”.
En la España colonialista, los ahuehuetes fueron bienvenidos. En el siglo XVII, Isabel II encargó plantar un ahuehuete en su parque del Buen Retiro, el cual hasta hoy mece su belleza como el árbol más antiguo de Madrid. El gusto por esta especie también se plantó en el Palacio de Aranjuez, donde posiblemente Carlos IV encargó colocar, a unos centenares de metros del recinto, un bosque con castaños, pinos y ahuehuetes. Le nombraron el Jardín del Príncipe.
En el penúltimo tramo del periodo colonial, a los españoles les dio por catalogar los recursos naturales de su imperio, y así llegó la Real Expedición Botánica de la Nueva España, con Martín Sessé y Vicente Cervantes a la cabeza. En octubre de 1787 empezaron sus ensayos exploratorios en las cercanías de Ciudad de México e identificaron a los ahuehuetes de Chapultepec como Cupressus disticha. Poco después, entre 1792 y 1793, el virrey Revillagigedo ordenó cortar varios de esos árboles.
Un día de abril de 1803, Alexander von Humboldt y Aimé Bonpland encontraron ahuehuetes cuando iban de Acapulco hacia la capital virreinal, en Tepecoacuilco y en Tehuilotepec, cerca de Taxco, Guerrero. Luego conocieron los de Chapultepec, en el valle de México, que ellos llamaron Planitie tenochtitlensi. Finalmente, en el camino de Ciudad de México hacia Veracruz, se despidieron de los ahuehuetes en Atlixco, Puebla, un día de enero de 1804.
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En busca del árbol nacional