El ahuehuete bautizado como “taxodium mucrunatum”

Juan Antonio Reyes Agüero

Algunas de las escenas plasmadas en los óleos decimonónicos protagonizadas por los ahuehuetes hoy serían irreplicables debido a los cambios que ha experimentado el medio ambiente a lo largo del tiempo.

 

Al inicio del siglo XIX, el botánico ginebrino Pyramus de Candolle sabía que México era un tesoro vegetal por descubrir, y con apoyo de Lucas Alamán envió a este país al recolector científico francés Jean-Louis Berlandier, quien llegó a Ciudad de México en 1827 y conoció al último de los reales expedicionarios botánicos, Vicente Cervantes, entonces de 72 años, quien para impresionarlo lo invitó a conocer los sabinos de Chapultepec, y resultó. Berlandier quedó maravillado con los “gigantes del reino vegetal”, como los llamó; contó 250 árboles y les calculó unos 2000 años de edad.

España requirió quince años para resignarse a perder su preciada colonia novohispana, ya que hasta 1836 reconoció a México como país independiente y tres años después envió al primer embajador, Ángel Calderón de la Barca. Él y su esposa, la cronista Francisca Erskine o Madame Calderón de la Barca, llegaron a Ciudad de México la noche del 26 de diciembre de 1839.

Cinco días después, el último día de ese año, Madame Calderón ya paseaba por Chapultepec. Describió al ahuehuete de Moctezuma como un árbol sorprendente, oscuro, majestuoso, de tranquilas ramas. Anotó que todos los ahuehuetes estaban cubiertos de una planta trepadora, “un musgo gris” –realmente no es musgo, es una planta del género Tillandsia, conocida como paixtle o heno– que cuelga de las ramas, imitando cabelleras encanecidas, lo que les da el aspecto venerable y druídico.

Cinco años después que los Calderón-Erskine dejaron México, Estados Unidos invadió nuestro país y sucedieron las batallas del 8 y 13 de septiembre de 1847 en Chapultepec. Los relatos del combate se centran en el Castillo y los cadetes defensores, por lo que poca atención se les puso a los ahuehuetes en ese momento.

En 1852, cuando era ministro de hacienda de Mariano Arista, Guillermo Prieto redactaba las memorias de sus tiempos y describió a los ahuehuetes como “titanes de los siglos, que parecen hablar en la noche al rayo de la luna, de lo eterno y de lo sublime de sus recuerdos”. En 1856 en México, una vez que se desterró en forma definitiva a Antonio López de Santa Anna, una nueva generación de políticos entraba al poder.

Ignacio Comonfort ocupaba la presidencia cuando el pintor Casimiro Castro editó el libro México y sus alrededores, en el que una de las 42 estampas corresponde a su pintura sobre los ahuehuetes de Chapultepec. En ella, el tamaño de los árboles se magnifica al contrastarlos con la pequeñez de humanos y caballos.

Mientras todo esto sucedía en el siglo XIX mexicano, en Europa, por 1810, el francés Louis Claude Marie Richard corrigió la clasificación del ahuehuete: ubicó en grupos botánicos separados a los Cupressus y a los ahuehuetes, a los cuales llamó Taxodium, un nuevo género para la ciencia; su etimología es parecida “al tejo”.

Así como para los españoles el ahuehuete se asemejaba al sabino, para el botánico galo lucía como el árbol que llaman tejo (taxos, en griego). Casi cuatro décadas después, en el jardín botánico de Nápoles, Italia, crecía un ahuehuete. El botánico Michele Tenore lo usó para preparar en latín una escueta descripción científica del árbol y registrarlo en los anales de la ciencia como Taxodium mucrunatum. Nunca más fue vuelto a nombrar Cupressus disticha.

 

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En busca del árbol nacional