De "valedores" y "tiros" en las fiestas mexicanas

Marco A. Villa

 

Minucias de la lengua que perduran

 

 

“¡Muera el mal gobierno, mueran las injusticias, mueran los gachupines!”, dicen que gritó, palabras más palabras menos, el cura Miguel Hidalgo mientras azuzaba a los pobladores congregados en la plaza del pueblo de Dolores al tiempo que tañía las campanas de la iglesia, invitándolos a sumarse a la insurrección que iniciaba, justo ahí, el 16 de septiembre de 1810.

 

Pero de esa historia que es por demás conocida no se dirá más aquí. De lo que sí es del origen y permanencia centenaria de algunos términos que bien vale la pena traer a cuento en el marco de esta celebración en la que millones de familias, con sus pequeñas o grandes pipioleras (plural del nahuatlismo pipiolo o pipiola, niñito o niñita), comen y pistean (derivada de pistar y esta a su vez de pisto, que es el jugo extraído de la carne de ave que se da caliente a un enfermo que solo puede ingerir líquidos) en las llamadas fiestas patrias. Y tampoco faltará una que otra piñata.

 

No pocos irán echando tiros, ajuarados con ropa tricolor, además de que se podrá ver a una que otra mujer luciendo trenzas, tan típicas de México. A propósito de eso de echar tiros para referirse a alguien que luce muy bien por la ropa que se ha puesto, es probable que tal expresión tenga que ver con aquella frase española, presente por ende en la época virreinal, de ir de tiros largos, en alusión al tiro con que los caballos jalaban a los carruajes. Si bien poseer uno de estos transportes era por lo general un símbolo de distinción y alto lustre social, hubo un tiempo en que los de los monarcas y nobles de España –o quienes tenían un permiso especial de ellos– se podían diferenciar de los del resto de los propietarios; entonces, se decidió que el caballo que iba a la cabeza de la diligencia fuese más separado del resto mediante un tiro largo.

 

Lo que es un hecho es que desde las horas anteriores y hasta varios días después de la celebración, las familias y también los amigos y conocidos, o sea, los valedores, seguramente departirán en una buena pozolada, o solo entre tamales, memelas, tlacoyos y todo tipo de garnachas y comida típica, además de bebida tradicional ingerida hasta quebrantar el ambiente y terminar hinchados hasta las manitas gracias al pisto con el que se atiborrarán las venas.

 

Pero que conste que esto de ponerse hasta las manitas, si bien es una expresión típica mexicana, se deriva de la práctica de guardar el vino u otro tipo de bebida al interior del grueso cuero de un animal cosido (en México era el odre de cerdo) y atascarlo hasta las manitas, una costumbre usual desde los tiempos romanos, hace milenios. En Nueva España, por ejemplo, el diccionario de la lengua española de 1780 registraba ya el término odre como “cuero de cabra, ó de otro animal, que cosido por todas partes, y dexándole arriba una boca, sirve para echar en él vino, aceyte y otros licores”. Para rematar, odre también definía al borracho en dicha obra.

 

Van siglos ya en los que esto ocurre. También siglos en los que términos como valedor han reafirmado su significado. De hecho, el diccionario antes referido lo definía como “el que favorece, ampara, ó defiende”, aunque hoy solo es “el que vale” para otro, incluso más que un carnal para algunos. Esta palabra también ha formado parte de más de un texto literario en español, como el afamado Periquillo Sarniento de 1802, en el que su autor, José Joaquín Fernández de Lizardi, escribió:

 

“Todos eran lobos y mulatos encuerados, que jugaban sus medios con una barajita que solo ellos la conocían, según estaba de mugrienta. Allí se pelaban unos a otros sus pocos trapos, ya empeñándolos, y ya jugándolos al remate, quedándose algunos como sus madres los parieron, sin más que un maxtle, como le llaman, que es un trapo con que cubren sus vergüenzas, y habiendo pícaro de estos que se enredaba con una frazada en compañía de otro, a quien le llamaban su valedor. Abundaban en aquel infierno abreviado los juramentos, obscenidades y blasfemias.”

 

Recuérdese también el término valedura para el que hace dichos favores, también escrito en este clásico de don José Joaquín: “Aquí el presidente y otros de tan arreglada conciencia como él, prestan ocho con dos sobre prendas, o al valer, o a si chifla. —El logro de recibir dos reales por premio de ocho que se prestan —le dije—, yo lo entiendo, y sé que eso se llama prestar ocho con dos; pero en esto de la valedura y del chiflido no tengo inteligencia”. Más de cien años después, en Los de abajo, novela escrita por Mariano Azuela y publicada en plena Revolución mexicana, también se hace uso de tal palabra:

 

—Ahí está Camila, la del ranchito... La muchacha es fea; pero si viera cómo me llena el ojo...

—El día que usted quiera, nos la vamos a traer, mi general. Demetrio guiñó los ojos con malicia.

—Le juro que se la hago buena, mi general...

—¿De veras, curro?... Mire, si me hace esa valedura, pa usté es el reló con todo y leopoldina de oro, ya que le cuadra tanto.

 

Sin embargo, las valeduras, como concepto, ya están en desuso. Pese a ello, tenemos registro de la película El San Lunes del valedor, filmada y exhibida en nuestro país hacia 1907, y cuya dirección ha sido atribuida a Manuel Noriega. De acuerdo con José María Sánchez García, en su Historia de cine mexicano, la cinta cuenta los amores de un borracho con una vendedora del mercado. En algún momento, la madre de ella, enemiga del joven, los sorprende en “amante coloquio”, por lo que arroja al rostro del novio toda la vendimia hasta hacerlo huir.

 

Otra referencia es El Mero Valedor del Pueblo, “bisemanal dedicado a defender los intereses del pueblo, revalsador hasta las cachas, y muy salidos a lora de los catorrazos”, como decía en su membrete que exhibía un dibujo del ilustre grabador decimonónico Manuel Manilla, también autor del cabezal de otra publicación de la época: El Gil Blas Cómico, así como contemporáneo del afamadísimo grabador José Guadalupe Posada y del editor Antonio Vanegas Arroyo, pero a quien la historia no le ha dedicado tantos afanes.

 

Hasta aquí algunas estampas tradicionales entrañables del centro de México que, al paso de los años, seguramente seguirán siendo recurrentes en el argot de los ciudadanos, no nada más durante las fiestas patrias y alguna que otra parranda de carrera larga, sino en cualquier día del año y ante cualquier motivo... ¡al fin que así somos muchos mexicanos!

 

 

El artículo "De valedores y tiros en las fiestas mexicanas" del autor Marco A. Villa se publicó en Relatos e Historias en México, número 121. Cómprala aquí