Tras su muerte, Benito Juárez comenzó a ser transformado en una figura mítica. Además, el papel central de la Iglesia en los funerales fue ocupado por el gobierno, dando así una connotación cívica y política al luto religioso tradicional. El licenciado Alfredo Chavero, por ejemplo, en el discurso fúnebre del 20 de julio de 1872, dijo: “El pueblo comprendió que Juárez era el Moisés que debía conducirlo a la tierra prometida de la igualdad. […] en Veracruz, como una peña a orilla de los mares, permaneció impasible al embate furioso de las olas revolucionarias. Entonces, de en medio de la tempestad, hizo brotar las tablas de la Reforma, para el pueblo que se arrodillaba ante ese nuevo Sinaí”.
Benito Pablo Juárez García (1806-1872), indígena oaxaqueño oriundo de Guelatao, abogado exitoso, miembro destacado del partido liberal, gobernador de Oaxaca y presidente de la República durante un periodo –problemático y a la vez fascinante– de reconfiguración del Estado mexicano, fue un personaje tan importante en la historia política del México del siglo XIX que cuando alguien se pregunta sobre las razones que explican su trascendencia, la respuesta más natural suele enfocarse en las acciones que llevó a cabo en vida, en su extraordinaria trayectoria, desde su humilde origen hasta la presidencia de la República. Cuando se habla de la importancia de Juárez se reivindica sobre todo su papel central en el movimiento reformista que hizo posible la separación Iglesia-Estado, así como su importante liderazgo en defensa de la soberanía nacional durante la intervención francesa en México y su posterior triunfo sobre el llamado Segundo Imperio.
Ante este escenario se olvida fácilmente que, si bien estos hechos son inobjetables, es decir, que aun cuando Juárez ciertamente se desempeñó de forma notable en todos estos acontecimientos y su liderazgo político fue decisivo en la consolidación del Estado mexicano, lo que explica su trascendencia a lo largo de más de un siglo, su presencia tan constante en nuestra cultura política, tiene que ver no solo con lo que hizo en vida, sino con la forma en que ha sido recordado.
No escapará a la mirada del lector que el nombre de Juárez es uno de los más utilizados para bautizar calles, escuelas y plazas y que, al día de hoy, su imagen invoca las nociones de legalidad y valor civil y que es casi equivalente a la investidura presidencial. En este sentido, y desde hace muchas décadas, constituye un referente fundamental de la historia patria, un protagonista indiscutible en los libros de texto y uno de los personajes más importantes de nuestro panteón cívico.
Su presencia en el imaginario político, reproducida lo mismo en efemérides que en poesías y discursos, ha hecho de él, además, un ícono importante de la cultura visual que ha perpetuado su efigie en billetes, postales, fotografías, pinturas y esculturas por más de un siglo. Llama la atención, por ejemplo, que a pesar del carácter pétreo –incluso acartonado– de su imagen de héroe civil, se haya utilizado en películas y telenovelas que, en su gran mayoría, no han hecho sino perpetuar algunos de sus rasgos más conocidos.
A pesar de esa continuidad, sin embargo, el cine y la televisión, junto con otras expresiones del arte popular, movilizaron la imagen del prócer en escalas aún más amplias y en virtud de expectativas diversas. Si en películas como Juárez (1939), de la MGM, se reitera su dignidad como estadista, su moral intachable y su férreo carácter, en otras, como El joven Juárez (1954), de Clasa Films, se reivindica su origen humilde y su capacidad de superación, apelando con ello a sensibilidades que muchas veces escapan del ámbito oficialista y de las discusiones políticas. En el contexto de la cultura popular, en cambio, se apela a su imagen como un representante de las clases abatidas y, por lo mismo, como un referente de movilización y superación social.
Ante un escenario tan variado de expresiones, es posible interrogarse nuevamente sobre los motivos que hicieron trascender la figura de Juárez más allá de su propia época. Este ejercicio, por lo regular poco habitual, implica cuestionar la idea misma que hemos heredado y a la vez construido de este personaje histórico. Por qué, por ejemplo, se ha vuelto tan importante el nexo entre legalidad, laicismo y juarismo, en qué contextos se reivindica este vínculo, en función de qué coyunturas o intereses concretos. Por qué sigue funcionando en el ámbito de la educación primaria, por citar otro ejemplo, como un referente indiscutible de la buena conducta, o bien hasta qué punto su imagen es en efecto representativa de las clases populares o los grupos indígenas.
Las respuestas a estas interrogantes serán muy parciales, y acaso poco críticas, si se limitan a estudiar la vida del personaje en su contexto porque se requiere analizar la importancia que ha adquirido el uso público de la figura de Juárez en la legitimación de programas políticos, en la reivindicación de causas político-sociales y en el establecimiento de una cierta identidad nacional. Y este uso público, en su conjunto, supera por mucho el estudio de la época de la Reforma, el Segundo Imperio y el triunfo de la República liberal.
La idealización del personaje de carne y hueso a través de los rituales que lo han convertido en una figura emblemática, modélica, pétrea y a la vez inmaculada, se explica en virtud de la construcción política, a lo largo de más de un siglo, de un culto al héroe. Gracias a este peculiar fenómeno, su imagen se ha mantenido vigente en nuestra cultura.
Es interesante analizar en qué contextos se ha avivado la necesidad de apelar a Juárez como símbolo de diversas causas, luchas y principios. Si bien es cierto que fue admirado en vida, es preciso recordar que también fue odiado y muy cuestionado. Aun en la actualidad, y sobre todo en ciertos contextos regionales y a la luz de posturas políticas no oficiales u oficialistas, su glorificación no es en absoluto bien recibida. Es por ello que, para entender su trascendencia como símbolo patrio o político, resulta importante preguntarse no solo quién fue Benito Juárez, sino qué representa para nosotros y por qué.
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Rebeca Villalobos Álvarez. Doctora en Historia por la UNAM y profesora de tiempo completo en la Facultad de Filosofía y Letras de la misma universidad. En sus investigaciones se ha interesado por la teoría de la historia y por el uso de figuras como Hidalgo o Bolívar en el discurso político. Ha colaborado en distintas revistas académicas y libros colectivos, y sus tesis, de licenciatura, maestría y doctorado, han sido premiadas por el INAH y el INEHRM. En 2017 recibió la Distinción Universidad Nacional para Jóvenes Académicos de la UNAM. Es autora del libro El culto a Juárez: la construcción retórica del héroe (1872-1976) (Grano de Sal/UNAM, 2020).
De qué hablamos cuando hablamos de Benito Juárez