¿Cuáles eran las tentaciones de la carne en las monjas novohispanas?

Elena Díaz Miranda

Transgresión de los votos de pobreza, obediencia, castidad y clausura. 

 

 

 

La vida al interior de los conventos de Nueva España, consagrados a la oración y a la práctica de las virtudes, se regía por constituciones o reglas redactadas por sus fundadoras, así como por normas y disposiciones de cada orden. Pero lo que unificaba la vida religiosa en todos los conventos femeninos eran los cuatro votos a los que se comprometían de por vida: pobreza, obediencia, castidad y clausura.

 

Los conventos eran verdaderos centros de cultura y misticismo, donde además de las oraciones y los oficios religiosos, se practicaban la lectura, escritura, caligrafía, música y canto, bordados y textiles, herbolaria y gastronomía. En ese pequeño universo convivían de por vida mujeres de todas las condiciones sociales y edades, “esposas divinas” del Señor quienes llegaban a manifestar comportamientos y actitudes que violaban con frecuencia la práctica de aquellos votos, expresando sentimientos pero también pasiones, desde las más espirituales a las más terrenas y pecaminosas.

 

Protagonismo frente a humildad

 

El exclusivo convento concepcionista de Jesús María, en la Ciudad de México, vivió a mediados del siglo XVII un escenario difícil y controvertido, ya que al mismo tiempo que se daban importantes logros espirituales e intelectuales en la destacada labor de algunas monjas, se dieron expresiones de falsa piedad, erotismo inverso asociado con el daño físico, aparecidos y fantasmas, demonios y culpas imaginarias purgadas o redimidas mediante autocastigos masoquistas que preocuparon a las propias autoridades religiosas.

 

En la obra Paraíso occidental, de don Carlos de Sigüenza y Góngora, intelectual y hombre de ciencia, amigo de Sor Juana Inés de la Cruz, se mencionan algunos casos. Allí describe la vida de ese convento y, aunque algunos aspectos podrían ahora parecernos grotescos, en ese tiempo eran muestras de falsa santidad, milagros imaginarios, ascetismo morboso y devoción exacerbada, pues el afán de algunas monjas era destacar sobre sus compañeras llamando la atención y admiración de las autoridades religiosas y de la propia sociedad. No vacilaban en someterse a sacrificios verdaderamente irracionales, aun contraviniendo la opinión de sus confesores. Aquí presentamos algunos casos:

 

  1. Ana de Cristo, profesa en 1652, diseñó un instrumento de tortura consistente en una cruz con púas que le lastimaban pecho y espalda, y no contenta con utilizarlo en su celda a solas, en el refectorio se desnudaba frente a todas sus hermanas para flagelarse inmisericordemente.
  2. Isabel de San José le pagaba a una de sus criadas cantidades de dinero proporcionales a la cantidad de azotes que ésta le infringiera.
  3. Antonia de Santa Clara le pidió licencia al arzobispo para tatuarse el rostro con un hierro candente con la leyenda: “Esclava del Santísimo Sacramento”, y ante la negativa del prelado, con un afilado puñal se inscribió ella misma dicha frase en el antebrazo.
  4. Francisca de San Lorenzo acostumbraba golpearse bárbaramente delante de toda su comunidad y, para buscar notoriedad por medio de la compasión de sus compañeras, se amordazaba a la hora de las comidas. Aparte, cuando estaba a solas se golpeaba con tal intensidad que su celda quedaba salpicada de sangre.
  5. Tomasina de San Francisco utilizaba cuerdas en todo el cuerpo y ralladores para sangrarse senos y espalda.

 

Lujo frente a pobreza

 

En los conventos de monjas concepcionistas, cuyas familias pertenecían a las clases más altas, se practicaban fastuosos ceremoniales muy a tono con los rituales barrocos de la sociedad novohispana. Dentro de algunos conventos, como el de Jesús María, la Concepción, San Jerónimo o la Encarnación, las monjas desarrollaban, con autorización, una lujosa vida cortesana que incluía visitas de virreyes, altos prelados y otros distinguidos personajes, así como tertulias y meriendas con los capellanes, para quienes se organizaban verdaderos saraos amenizados por religiosas de voces angelicales, que además tocaban el arpa o la vihuela e integraban coros que embelesaban a los oyentes.

 

Eran verdaderas fiestas cortesanas en las que se disfrutaba de suculentas comidas, deliciosas confituras, alfajores, jamoncillos, rosquetas y empanadillas con que acompañaban el imprescindible chocolate, además de cajetas, conservas y buñuelos, entre otras colaciones que las monjas o sus sirvientas ofrecían en charolas de plata con fondos de carey, o pintadas y adornadas con paisajes y retratos. Todo esto servido en valiosas vajillas traídas de China.

 

Las fiestas y ceremonias religiosas eran excelentes ocasiones para mostrar la riqueza extraordinaria que poseían los conventos al lucir costosas alfombras orientales, reliquias de santos puestas en verdaderas obras de arte realizadas en oro y plata. En las fastuosas fiestas de Semana Santa, Pascua, Corpus Christi y de las vírgenes de los Remedios y de Guadalupe –por mencionar las más importantes– participaban las iglesias y los conventos de todas las órdenes religiosas, además de las autoridades civiles y el pueblo en general.

 

Esposas divinas y ostentación de la riqueza

 

No obstante, de todas las fiestas que se celebraban en los conventos, la “Fiesta de la profesión a la vida religiosa” o ingreso formal y perpetuo para que la novicia se transformara en “esposa divina”, era el acto más original, costoso y lucido al que una mujer novohispana pudiera aspirar. Era la boda entre una mujer que renunciaba para siempre al mundo, encerrándose voluntariamente, y Cristo-Dios, quien se convertía en su intangible esposo.

 

Novias sagradas, las futuras profesas debían seguir un fastuoso ritual empleando verdaderas fortunas, tanto del convento como de las familias, para hacer pública ostentación de la riqueza y afianzar su posición dentro de la estamentaria sociedad novohispana.

 

El día de la profesión el templo del convento era ricamente adornado, profusamente iluminado y engalanado con música y un coro de voces extraordinario. El obispo encargado de oficiar la ceremonia llevaba una riquísima mitra y ornamentos bordados en rojo y oro; sus ayudantes iban cuajados en bordados de oro esperando a la postulante. Después del repique de campanas, las puertas del templo se abrían y una gran cantidad de personas, ataviadas con sus mejores galas, entraba buscando el mejor lugar. Afuera tronaban los cohetes y adentro se escuchaba la música de un órgano solemne que anunciaba el comienzo de la ceremonia.

 

Aquí un ejemplo de todos los gastos que implicaba el ingreso de una mujer al convento: en la ceremonia de toma de hábito de bendición (noviciado) y la de la profesión de coro y velo negro de doña Agustina Ponce de León en 1667, su hermano don Cristóbal Ramírez desembolsó entre licencias del arzobispado, comida, músicos indígenas, arcos floridos, repicar de campanas, cera, estampas, invitaciones, medallas, vestuarios, entre otros aspectos, la suma de 700 pesos en oro, cantidad muy elevada si se toma en cuenta que una casa habitación valía en promedio entre 150 y 200 pesos (Alicia Bazarte, Enrique Tovar y Martha A. Troncoso, El convento jerónimo de San Lorenzo (1598-1867), México, IPN, 2001).

 

A lo largo del Virreinato se dieron importantes ordenanzas por parte de las altas autoridades religiosas para que estos excesos se remediaran, pero esas disposiciones nunca fueron cumplidas ya que las monjas concepcionistas defendieron con escritos y protestas su derecho ancestral de conservar su estatus social y los privilegios que incluían, también, los elegantes festejos de aniversarios, como los de veinticinco y cincuenta años de profesión de las abadesas o las ceremonias funerarias de las monjas distinguidas.

 

Amor carnal frente a castidad

 

En el convento de Santa Clara, en Puebla, a finales del siglo XVIII se dio el caso de una pasión prohibida entre la novicia María de Paula de la Santísima Trinidad, de dieciséis años, y su confesor, el fraile franciscano José Ignacio Troncoso, de cuarenta.

 

Ella era una joven que había sido ingresada al convento desde los seis años por sus padres y no tenía clara su vocación por la vida religiosa. Él era un criollo que desde los dieciocho años había tomado el hábito de la orden de San Francisco en el Colegio Apostólico de San Fernando, en la Ciudad de México, y que tras desarrollar su labor de evangelización en diferentes regiones de Nueva España, había llegado a Puebla hacia 1796. No se distinguía especialmente por su piedad ni por el cumplimiento estricto de las normas de la orden y su naturaleza era más material que espiritual; de allí que disfrutara de manera particular la tarea que le encomendaran sus superiores dentro del convento de Santa Clara: confesar a las monjas, novicias, legas y personal de servicio que ahí habitaban.

 

En el confesionario comenzó el cortejo del fraile con María Paula, a quien con sus artes de seducción volvió loca de amor, por lo cual aprovechaba cualquier mínima ocasión para confesarse con él. Consiguieron que una de las sirvientas del convento fuera su intermediaria en los recados de amor. La pasión llegó a tal extremo que un día la novicia fingió estar muy enferma y pidió que José Ignacio la escuchara en confesión. El fraile llegó hasta el lecho de la enferma y se encerró con ella.

 

 

Esta publicación sólo es un fragmento del artículo "Tentaciones de la Carne" de la autora Elena Díaz Miranda, que se publicó íntegramente en Relatos e Historias en México, número 105