Durante siglos, la influencia de la Iglesia en la política y la sociedad, así como la permanencia de los valores católicos, impidieron reformas radicales en torno al divorcio.
Ahora, en pleno siglo XXI, época guiada por el ideal individualista de la plenitud personal y llamada por algunos de la hipermodernidad, todo, absolutamente todo, se mide por la satisfacción personal: sentirse bien con uno mismo. Ante un excesivo narcisismo, la relación de pareja y el amor al otro deben ajustarse a los deseos personales o, de manera contraria, pierden relevancia. Ahora los matrimonios, basados en el efímero amor, son muy frágiles, por lo que la expansión del divorcio parece su consecuencia.
Sin embargo, desde una perspectiva histórica si bien ahora han aumentado los índices del divorcio, su práctica social y su necesidad cultural no son nada nuevos. La sociedad mexicana, a lo largo de cuatrocientos años ha necesitado del divorcio, ahora con cifras más altas, pero siempre como una práctica social y cultural. Lo relevante es asumir que el divorcio es una institución histórica y, por lo tanto, cambiante. No siempre ha sido el mismo, ni se ha visto de la misma manera, ni fue regulado por las mismas normas, ni tampoco se ha usado con el mismo sentido. Pueden apreciarse los cambios y continuidades de las cuatro formas históricas del divorcio en México.
La Iglesia y los valores católicos
La primera, en el mundo novohispano, era el divorcio eclesiástico, visto a través del velo religioso, siempre asediado por la culpa y el pecado. Como institución religiosa, estaba regulado por jueces o provisores eclesiásticos y sometido a gran diversidad de normas, como las dictadas por el III Concilio Provincial Mexicano de 1585. Como el matrimonio era un sacramento, el divorcio no lo disolvía, sino que solo autorizaba que los cónyuges vivieran en casas y camas separadas, permaneciendo casados hasta la muerte. El primer divorcio del que se tiene registro en Ciudad de México data de 1702; hasta la época de la Independencia, se promovieron trescientos divorcios en la urbe.
Durante la segunda etapa, en el siglo XIX, ya se trató del divorcio civil, pero, a falta de una legislación única y duradera, los 380 juicios promovidos se resolvieron de acuerdo con las distintas normatividades.
El cambio más trascendental fue, o pudo haber sido, la Ley de Reforma del Matrimonio Civil del 23 de julio de 1859, redactada por Melchor Ocampo con su misógina epístola incluida, y promulgada por el presidente Benito Juárez. Cumbre del proceso secularizador de la familia mexicana, estableció que todos los asuntos del matrimonio serían tratados exclusivamente por el Estado, pues la Iglesia perdía toda jurisdicción en dicha institución. Por primera vez, el divorcio solo se refería a asuntos materiales y se tramitaba ante un juez civil. Paradojas de la historia: lo que parecía un cambio radical terminó siendo una propuesta incompleta del divorcio civil, ya que Juárez y su equipo tuvieron miedo de la reacción conservadora, por lo que mantuvieron el dogma católico de que el matrimonio era para toda la vida, pues el divorcio autorizaba la separación de los cónyuges, pero no la disolución del vínculo marital.
Después de tanta tinta y sangre derramadas, todo terminó en una reforma inconclusa, que obviamente provocó mucho malestar en todos los grupos. La Iglesia negó dicha disposición y desde entonces hasta nuestros días ha mantenido la institución del divorcio eclesiástico (separación de lechos, por causas determinadas), independiente del procedimiento de nulidad, por el que se reconoce que no existió verdadero matrimonio por falta de libertad, de conocimiento o de voluntad de alguno de los contrayentes. No se disuelve el vínculo, sino que se declara que nunca existió. Pero no hace falta profundizar en este divorcio; los mexicanos lo conocemos muy bien, pues hemos sido testigos de cómo algunos personajes poderosos han logrado convencer a la Iglesia y a Dios de que sus matrimonios religiosos fueron inexistentes, como lo consideraron Diego Fernández de Cevallos, Martha Sahagún y Angélica Rivera. Las dos últimas, con sus divorcios pudieron convertirse en primeras damas de México, con la gracia de Dios.
Transformaciones radicales de la vida marital
La tercera etapa se gestó desde el siglo XIX, porque, después de la Guerra de Tres Años, hubo muchos inconformes con la inconclusa reforma liberal juarista, ya que consideraban que la ley de 1859 autorizaba un “divorcio imperfecto”. Y aunque hubo varios intentos durante la segunda mitad del XIX, no se logró la tan deseada transformación porque seguían pesando mucho los valores católicos. Tuvo que llegar el calor de las balas, en la Revolución mexicana, para que Venustiano Carranza emitiera la ley de divorcio vincular, es decir, que rompe el matrimonio y deja en libertad a los excónyuges para volverse a casar. Dicha ley formó parte de las Adiciones al Plan de Guadalupe del 29 de diciembre de 1914 y su ley reglamentaria fue promulgada el 12 de febrero de 1915.
No cabe duda de que la reforma carrancista fue sumamente radical, ya que transformó la vida marital de los mexicanos y abrió las puertas de la justicia mexicana a las crecientes rupturas de los matrimonios. Las razones del carrancismo para legislar el divorcio fueron múltiples, pero queremos referir principalmente dos: la primera, el divorcio vincular se expandió por todo el Occidente durante la segunda mitad del siglo XIX y principios del XX, primero por Europa y luego por América Latina; así que México entró al concierto de las naciones modernas que aumentaron las libertades individuales. La segunda razón: algunos intereses personales de personajes centrales del carrancismo que querían divorciarse, como el paradigmático caso de Félix Palavicini.
Durante el siglo XX el divorcio vincular o total se fue expandiendo más y más: durante los primeros veinte años se tramitaron 1 422 juicios; después de 1970, la tasa de divorcios llegó a 12 por cada 100 matrimonios y en el cambio de milenio subió a 16. Sin embargo, el divorcio mantuvo más o menos sus mismas características, con algunas mínimas reformas; sobre todo las que tenían que ver con equiparar los derechos de mujeres y varones.
La cuarta y última forma histórica del divorcio es el incausado, al reformarse el artículo 266 del Código Civil del Distrito Federal el 3 de octubre de 2008. Este, como su nombre lo indica, no tiene causa y puede ser tramitado a petición de una sola de las partes. No cabe duda de que dicha reforma es el cambio más radical de toda la historia del divorcio al terminar con su concepción autoritaria, moralista y disciplinaria que siempre buscaba culpables y castigos. Acorde con la época de expansión del individualismo, la libertad y los derechos humanos, el nuevo divorcio es producto del “principio pro persona” en la justicia. Ahora lo que predomina es el bienestar emocional de la persona y las leyes se someten al nuevo dogma del libre desarrollo de la personalidad.