¿Conoces la historia casi olvidada de la batalla de Camarón?

Ahmed Valtier

 

Han pasado 155 años pero los habitantes de la pequeña población de Camarón de Tejeda, en Veracruz, aún los recuerdan. Los llaman “los franceses”, aunque no todos lo eran. Había alemanes, austriacos, belgas, polacos, italianos y españoles. Eran 65 soldados de la Legión Extranjera de Francia que llegaron tras iniciarse la invasión a México en 1862. Hoy están enterrados ahí, en Camarón, el sitio del combate de abril de 1863 donde una compañía de legionarios decidió luchar hasta el último hombre, antes que rendirse a las tropas republicanas de Juárez, para cumplir su misión de poner a salvo un convoy de suministros. Este combate quedaría inscrito no solo en los anales de nuestra nación y de Francia, sino también en la historia militar del mundo.

 

 

1:00 a.m. Campamento en Chiquihuite

 

A la una de la madrugada del 30 de abril, la 3ª Compañía del 1º Batallón del Regimiento Extranjero se puso en marcha. Eran 65 hombres con una dotación de sesenta cartuchos por rifle y un par de mulas de suministros. Aunque la mayor parte eran franceses, había también alemanes, polacos, belgas, dos suizos, dos italianos, un holandés, un austriaco y un español. “La nuestra era una bella compañía –recordaría muchos años después el cabo Philippe Maine–, considerada como una típica de la Legión. Varias nacionalidades estaban presentes, y un hábito común en el regimiento”.

 

Una hora después llegaron a Paso del Macho, donde otra compañía de la Legión, al mando del capitán Saussier, custodiaba el estratégico puente que cruzaba el río que daba nombre a ese puesto, un fluyente tributario del Atoyac. Danjou y Saussier intercambiaron algunas palabras y se despidieron después de estrecharse las manos. Jamás se volverían a ver.

 

La compañía continuó caminando durante la madrugada y al amanecer vislumbraron los restos de un caserío abandonado: la aldea de Camarón. Ahí se hallaba un edificio amurallado cubierto con tejas rojas: la hacienda de La Trinidad. Un pelotón fue enviado a revisar su interior: estaba abandonada y sin muebles. Los legionarios prosiguieron su marcha en dos filas paralelas con las mulas de provisiones entre estas.

 

7:00 a.m. Palo Verde

 

A las siete de la mañana, el capitán Danjou hizo alto en el punto llamado Palo Verde. Hasta entonces no había alguna señal de los guerrilleros. El calor y la alta humedad hacían estragos en los soldados, quienes se encontraban sudorosos y con las chaquetas azules empapadas. Colocaron algunos centinelas y bajaron de una mula un enorme caldero, en el que los legionarios vaciaron sus cantimploras para preparar café.

 

Media hora había pasado y el caldero apenas comenzaba a hervir cuando los centinelas dieron la alerta. Una nube de polvo se arremolinaba hacia el cielo justo detrás de ellos, por el rumbo de Camarón: signo inequívoco de caballería sobre el camino.

 

“¡A las armas!”, gritó Danjou. El caldero fue volcado y la compañía, reunida apresuradamente, retrocedió a Camarón sin que les diera tiempo de rellenar sus cantimploras. Esto último se convertiría en un grave error.

 

La polvareda era de la caballería mexicana. El coronel Francisco de Paula Milán, gobernador de Veracruz y comandante de la Brigada del Centro estacionada en La Joya –a solo unos kilómetros de distancia–, en su constante misión de hostigar al enemigo, había enviado al amanecer una fuerza de doscientos hombres a caballo para reconocer el camino. Eran guardias nacionales pertenecientes a los Lanceros de Orizaba, ciudadanos reclutados para defender su entidad, muy mal armados y con poco o nada de experiencia militar, dirigidos por el jefe de escuadrón Joaquín Jiménez y por su hermano el teniente Anastasio Jiménez.

 

Cuando los legionarios llegaron a Camarón, la hacienda y el caserío continuaban vacíos, así que decidieron regresar a su campamento en Chiquihuite. Habían avanzado unos doscientos metros cuando inesperadamente la caballería de Jiménez apareció en el camino. De inmediato, los mexicanos cargaron sobre los franceses.

 

Rápidamente, Danjou ordenó formar un cuadro con quince hombres por cada lado. Era la clásica táctica de infantería para resistir un choque de caballería. Los Lanceros de Orizaba se precipitaron sobre el burdo cuadro al grito de “¡Viva Juárez!”.

 

“¡Fuego!”, ordenó Danjou. La descarga fue ensordecedora. Los caballos relincharon y la carga del comandante Jiménez se disolvió en desorden. “A pesar de su atrevido valor, nuestra caballería fue rechazada por los disparos”, señaló el capitán Sebastián I. Campos, un nativo del puerto de Veracruz, de veintinueve años, quien era el ayudante de campo del comandante Jiménez.

 

Intuyendo que su posición estaba en desventaja a campo abierto, Danjou aprovechó ese momento de confusión y ordenó romper filas. Los legionarios corrieron al único refugio disponible: la derruida hacienda de La Trinidad. Eran aproximadamente las nueve de la mañana cuando se dispersaron en su interior.

 

La hacienda era un cuadrado amurallado de unos cincuenta metros por cada lado, con algunos cuartos y cobertizos y un enorme patio central. Pero no todos habían logrado llegar hasta la protección de sus muros. Dieciséis legionarios se rezagaron en la precipitada carrera y fueron hechos prisioneros por los mexicanos. Además, en la retirada, las mulas de suministros, espantadas por el tiroteo, comenzaron a patear y sin poder ser controladas se perdieron en la maleza. Ahora el capitán Danjou y los oficiales Maudet y Vilain, así como los 46 hombres restantes de la 3ª Compañía, estaban sin agua ni alimentos.

 

9:30 a.m. “Tenemos municiones; no nos rendiremos”

 

El comandante Jiménez no tardó en reagrupar a su caballería y, después de hacerla desmontar, comenzó a rodear la hacienda. En el reporte mexicano del combate quedó asentado que los legionarios, “replegándose a paso veloz a una casa de material que hay en el punto del Camarón, se parapetaron y abrieron aspilleras en las paredes para [poder] hacer fuego”. Pertrechados detrás de cada muro o ventana, los franceses aguardaron el asalto.

 

A las 9:30 un legionario de origen polaco, el sargento Morzycki, quien permanecía de vigía en el techo, vio acercarse a un oficial mexicano con un pañuelo blanco y una propuesta para que se rindieran. Pero la respuesta del capitán Danjou fue tajante: “Tenemos municiones; no nos rendiremos”.

 

El ataque inició. En forma aislada o en pequeños grupos, los mexicanos trataban de llegar a los muros, pero pronto eran derribados por el fuego de los franceses. “Afortunadamente estábamos enfrentando a hombres de caballería –relataría el legionario Philippe Maine–, [los mexicanos] habían tenido que desmontar y les estorbaban sus anchos pantalones de cabalgar, además de que no estaban acostumbrados a luchar a pie. Ciertamente nuestras balas los detenían”.

 

Ante esta dura resistencia, Jiménez pidió apoyo a la infantería. El capitán Campos partió con una escolta de cuatro hombres hacia La Joya para alertar al coronel Milán y al resto de la Brigada del Centro.

 

Disparos aislados continuaron. De vez en cuando algún guerrillero era muerto por exponerse demasiado, u otro legionario caía víctima de un francotirador. Évariste Berg, originario de la isla Reunión (una colonia francesa en el océano Índico), escribió en una carta después del combate: “El capitán Danjou estaba espléndido. Con su ardor y sangre fría, iba de un lado a otro, y ciertamente aquel de entre nosotros que no hubiera tenido valor, lo hubiera adquirido tan solo al mirarlo”.

 

11:00 a.m. La muerte del capitán Danjou…

 

12:00 p.m. Llega la infantería mexicana…

 

2:30 p.m. Muere el subteniente Vilain…

 

5:00 p.m. “No son hombres, son demonios”…

 

 

Continúa leyendo el artículo completo “Camarón, una historia olvidada” del autor Ahmed Valtier, que se publicó en Relatos e Historias en México número 116. ¡Cómprala aquí!