Breve crónica del opio en México

Fumaderos clandestinos

Ricardo Lugo Viñas

Los fabricantes y vendedores de opio en México se enfrentaron con el novedoso Reglamento Federal de Toxicomanías aprobado por el presidente Lázaro Cárdenas, el cual regulaba la distribución y el consumo de sustancias sicoactivas.

 

1940. Primavera. El Ford V8 del agente Gastón Baca Corella cruzó la calle Versalles, justo a la altura de la glorieta de Colón, y continuó su camino hacia el norte por Paseo de la Reforma. Desde el interior del coche, Gastón admiraba el luminoso y bello paisaje urbano que ofrecía aquella avenida, quizás la más aliñada de la ciudad. Observaba con deleite y cierto placer los altivos edificios, los egregios monumentos, pero sobre todo detenía su mirada en el tapete de flores rojas, parecidas a tulipanes, que colmaban los camellones que se sucedían a todo lo largo del antiguo Paseo de la Emperatriz.

Metros adelante, en la glorieta del Caballito, viró a la derecha y tomó la avenida Juárez. A su izquierda se alzaba el jardín público más antiguo del Continente, la Alameda Central, de cuyas jardineras también nacían aquellas flores carmín. Entonces recordó una canción: Amapola. La tarareó en la versión del maestro Alfonso Ortiz Tirado, tenor de talento indiscutible que la había inmortalizado apenas unos años atrás, en 1937: “Amapola, lindísima Amapola, será siempre mi alma, tuya sola. Yo te quiero, amada niña mía, igual que ama la flor la luz del día”.

Con olor a Cantón

Gastón Baca había nacido en Tamaulipas, en un paraje de la Sierra Madre Oriental, cercano a Ciudad Mante. Muy joven se trasladó a la Ciudad de México y buscó fortuna en el Ejército, pero terminó incorporándose a la policía, en donde alcanzó el grado de comandante. Más tarde, gracias a su eficiencia, lo llamaron para incorporarse como agente de la policía antinarcóticos de la capital.

Aún cantando entre dientes Amapola, dio vuelta a la derecha en la calle Dolores. Se detuvo en la esquina de Independencia y estacionó el auto afuera de la cantina Oriental, en cuyo segundo piso se hallaba un restaurante que ofrecía chop suey. Había llegado al Barrio Chino más pequeño del mundo, que parecía más bien un gueto de apenas una calle, algunos sórdidos y vaporosos restaurantes y un triste y solitario callejón perpendicular.

Se colocó el sombrero Fedora de lana, se alisó los bigotes, ajustó la .45 en la funda que le colgaba del hombro, abrió la portezuela y, engallado, se apeó. Caminó por la vetusta calle y dobló a la izquierda, en el oscuro callejón donde diez años más tarde, en 1950, será filmada la película En la palma de tu mano, con Arturo de Córdova, Leticia Palma y guion de José Revueltas. Tocó la aldaba de una diminuta puerta y pronto le abrió un chino de rostro infantil: Liú.

La migración china había llegado a México desde finales del siglo XIX para alimentar los sueños de “progreso” que anheló el régimen porfirista. Trabajaban por ínfimos salarios en la construcción de la red ferroviaria o como barreteros en las minas. Pero desde 1882, cuando se decretó la Ley de Exclusión China en EUA, una diáspora de inmigrantes chinos arribó a territorio nacional. En un primer momento se establecieron en las zonas fronterizas, pero para los primeros años del siglo XX ya se habían distribuido en varios estados de la República, como Coahuila, Chihuahua, Sonora, Guerrero, Ciudad de México o Sinaloa, estado donde pronto se concentró más del sesenta por ciento de la migración china.

Gastón entró al local astroso y ruin de aspecto entre cantina y bodega. Tomó asiento frente a una descuadrada mesa, pidió una cerveza y se despojó del sombrero. El chino Liú se sentó de frente y conversaron. Algo les inquietaba a ambos: el Reglamento Federal de Toxicomanías, recién aprobado por el presidente Lázaro Cárdenas, que regulaba la distribución y el consumo de sustancias sicoactivas (en personas mayores de 18 años, y con excepción de la mariguana) entre las que se incluía el opio, negocio por el que ambos recibían jugosos embutes. Aquel Reglamento los ponía, pues, en un brete.

Arriba del desharrapado local del chino Liú –igual que en otros locales aledaños– había una serie de cuartos que funcionaban como fumaderos de opio. Allí, entre paredes tatuadas con caracteres chinos y dragones imperiales y una mesita con utensilios para fumar, chinos y mexicanos de clase media o alta, se arrellanaban sobre tablas que fungían como literas para entregarse a la adormidera, o amapola (de cuya savia exsudada de su bulbo se obtiene el opio y sus derivados, como la morfina y la heroína). Un viejo chino, sentado en una quebrada silla, cuidaba el “viaje” de aquellos disolutos opiófagos que, entumidos, se entregaban a los placenteros brazos de Morfeo.

 

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