El Hotel Emporio, era, para ese año de 1870, más un remedo de sus mejores glorias que un recuerdo de estancias agradables. Tal vez por eso o porque al general Florencio Antillón (quien había recobrado Guanajuato de los imperialistas el 26 de enero de 1868) le traía malos recuerdos de Maximiliano, decidió que en el predio que había ocupado el convento de San Diego, de la tercera Orden Franciscana, se demoliera el hotel y se levantara, un teatro a la altura de los nuevos tiempos republicanos.
Supo del arquitecto José Noriega y sus dotes como alarife y le pidió un proyecto para la construcción. Y ya para los primeros meses de 1872, comenzó la demolición del hotel con ecos imperiales. Pero nadie esperaba ver lo que vieron.
Ya se sabía del exconvento y no se dudaba en encontrar más que sus cimientos. Pero el arquitecto Noriega encontró algo más: a consecuencia de las inundaciones de aquella parte de la ciudad, se había tenido que levantar el piso y la sorpresa fue mayúscula: se halló un convento subterráneo, pasillos, bóvedas, capillas incluidas, “semejante a una pequeña Pompeya”, según acostumbraron a calificar al hallazgo las personas de la ciudad.
La construcción no la vería terminada el general Florencio Antillón. Todavía vendría su sublevación contra el general Porfirio Díaz en 1878. Lo derrotaría el oaxaqueño y Florencio Antillón se perdería en la bruma de la historia. Igualmente, se perdió bajo la construcción del Teatro Juárez, la pequeña Pompeya guanajuatense, porque en aquellos años a la gente no le importaba mucho la arqueología y menos si tenía que ver con la iglesia. Así, Guanajuato perdió a un buen gobernante y una buena parte de su historia.
Esta publicación es un fragmento del artículo “El Teatro Juárez” de Ramiro Cardona Boldó y se publicó íntegramente en la edición de Relatos e Historias en México, núm. 9.