Antonio Alatorre es conocido como un gran filólogo; como el mejor, sin duda, de la segunda mitad del siglo XX en lengua castellana. Sin embargo, fue mucho más que un gran filólogo. Menciono otras facetas suyas: melómano y cantante amateur, como lo prueba el disco grabado por el Cuarteto Alatorre, con un repertorio de canciones que va del periodo medieval a la Colonia; novelista de una sola novela, su espléndida Migraña; traductor “esmerado”, “casi perfecto”, “ejemplar”, adjetivos extraídos de las opiniones de Marcel Bataillon; además de creador de instituciones. Sí: aquel espíritu libre llamado Antonio Alatorre, enemigo acérrimo de los burocratismos y las solemnidades, fue uno de los constructores del Centro de Estudios Lingüísticos y Literarios de El Colegio de México y por muchos años director –alma, más bien– de su revista, la célebre NRFH, o Nueva Revista de Filología Hispánica.
Por otro lado, Antonio Alatorre fue todo un historiador, como lo prueba su obra mayor, Los 1001 años de la lengua española, y sus estudios sobre Sor Juana, Ruiz de Alarcón y la poesía española del Siglo de Oro y del periodo barroco. Algunos dirán que hizo “historia literaria”, típica actividad de los filólogos. Sin embargo, los estudios aludidos no se reducen a ella; son más bien de crítica literaria con perspectivas basadas en la historia cultural e intelectual, con elementos de historia religiosa y hasta de historia social.
Esta aseveración no es una mera ocurrencia. En un libro en el que Jean Meyer entrevistó a los más connotados historiadores de finales del siglo XX, titulado Egohistorias, aparece Antonio Alatorre junto a Luis González, Miguel León-Portilla, Alfredo López Austin, Edmundo O’Gorman y Silvio Zavala, a los que también se agregan Octavio Paz y Luis Villoro. Así, debemos preguntarnos: ¿por qué Meyer, el autor de La Cristiada, incluyó a Alatorre en este grupo de notables historiadores?
Entre la literatura y la historia
La respuesta la da el propio Alatorre. Como se sabe, nació en Autlán –de la Grana–, al suroeste de Jalisco, en 1922. Su educación primaria la hizo en la escuela pública local, dirigida por la admirable Mariquita Mares, inolvidable para Antonio. Luego pasó a un seminario, donde su materia “predilecta” fue la historia, sobre todo la del periodo antiguo, en particular la época en que se derrumbó el Imperio romano; esto es, el periodo de la transición entre el final de la cultura clásica y la llegada de la Edad Media, definida por la hegemonía del cristianismo.
Una vez abandonado el seminario, y a pesar de carecer de vocación abogadil, en 1943 empezó a estudiar Derecho en la Universidad Autónoma de Guadalajara. Allí conoció a Luis González, quien tampoco tenía vocación abogadil, lo que explica que se haya trasladado a la capital para estudiar Historia en El Colegio de México. Influido ahora por su reciente amigo Juan José Arreola, y motivado por Luis González, solicitó una beca al presidente de El Colegio, Alfonso Reyes, para estudiar Literatura. Para su desgracia, Reyes le contestó que en El Colegio no se hacían estudios literarios por el momento, pero sí de naturaleza histórica. La contrarrespuesta de Alatorre fue inmediata: entonces intentaría hacerse historiador. Incluso propuso un tema de estudio, “La historia de los heterodoxos en México”, el que no pareció gustarle al director del Centro de Estudios Históricos, don Silvio Zavala, por ser un simple eco de la obra clásica de don Marcelino Menéndez Pelayo, muy leída por Alatorre. Acaso también asoció el tema propuesto por el joven aspirante con la investigación que por entonces desarrollaba Julio Jiménez Rueda en el Archivo General de la Nación, sobre herejías novohispanas.
A pesar de esta negativa, Alatorre se trasladó a la capital del país, donde para su fortuna encontró acomodo en el Fondo de Cultura Económica, lo que significó una experiencia gratísima y decisiva para su vida. Mucho más significativo fue que, para finales de ese decenio, el de los cuarenta, en El Colegio de México se abrieron los estudios literarios gracias a la llegada del exiliado argentino Raimundo Lida. Antonio Alatorre y Margit Frenk fueron sus primeros y mejores discípulos. Más aún, fueron sus herederos, pues sucesivamente les correspondió dirigir y consolidar el Centro de Estudios Lingüísticos y Literarios fundado por Lida, quien abandonó México a principios de los años cincuenta.
Ya como profesor-investigador de El Colegio de México, Alatorre mantuvo vínculos con el Fondo de Cultura Económica como traductor, y luego como autor. Significativa e ilustrativamente, tradujo más libros de historia que de literatura. Lo reconoció él mismo: “la mayor parte de los libros que he traducido son de historia”. Sin embargo, la verdadera vinculación entre la filología y la historia se dio en los propios libros y artículos de Alatorre. Lo cito otra vez: “yo siento que la tarea del crítico literario es prácticamente igual a la del historiador”, aunque si al primero lo debe definir el amor por la literatura, al otro lo mueve el interés por el pasado.
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