Las colonias Narvarte (Oriente y Poniente) y Piedad Narvarte se encuentran al sur de la Ciudad de México; sus icónicos edificios del siglo XX, sus casas habitación, sus locales comerciales de distinto tipo y tamaño –desde los más pequeños hasta la monumental plaza Parque Delta– no nos permitirían sospechar que, en el periodo colonial, algunas de sus calles formaron parte de un pueblo que alojó a una importante devoción para la ciudad y sus localidades aledañas: el santuario de Nuestra Señora de la Piedad.
Orígenes
Los orígenes del santuario datan de 1595 cuando, en unos barrios indios al sur de la Ciudad de México llamados Atlixuca y Huehuetla, los dominicos tomaron posesión de una ermita junto a la cual fundaron un convento donde debían cumplir con rigor los preceptos de su regla, tales como rezar las horas canónicas, cuidar su alimentación y vivir de limosnas, sin bienes.
Dedicaron el templo y el convento a Nuestra Señora de la Piedad, una advocación de la Virgen María que surgió entre los siglos XIII y XIV. Esta representa el momento en el que, después de la crucifixión, Cristo fenecido yace en el regazo de su madre; se vincula con las advocaciones de las vírgenes de los Dolores y de la Soledad, en tanto estas también personifican el sufrimiento de María en distintos momentos de la vida de su hijo. Así pues, esta devoción tenía una larga historia en el Viejo Mundo; en Nueva España, aun antes de la fundación del convento, los dominicos la habían fomentado al conmemorar a La Piedad o la Compasión de la Virgen el sábado anterior al domingo de Ramos.
Los frailes colocaron en la ermita una imagen de esa advocación, en cuya composición se hallaba la Virgen con el rostro sufriente, mirando al cielo, cargando a su hijo difunto y con una espada descendiente en el lado derecho de su pecho. Los habitantes de la Ciudad de México y sus alrededores, así como los viajeros, le profirieron rápidamente gran devoción y comenzaron a visitarla todos los sábados de Cuaresma; también fueron atraídos al sitio por la fama curativa del agua de la fuente del convento. La ubicación del conjunto conventual fue estratégica para el desarrollo de este culto, pues la ermita se hallaba junto a una calzada que comunicaba a la urbe con las poblaciones colindantes.
En pocas décadas, la imagen ya era considerada milagrosa, por lo cual en 1614, ante el interés de los dominicos y del arzobispo Juan Pérez de la Serna, se realizó información jurídica de esos portentos y, posteriormente, el prelado dio licencias para que estos se predicaran, publicaran y representaran en estampas.
Algunos de esos relatos fueron consignados años después por el cronista Alonso Franco, los cuales demuestran las acciones que los fieles le profirieron: cuando una persona se encontraba en algún apuro, enfermedad o peligro, en el templo o frente a una estampa de la imagen, invocaba a La Piedad, le pedía ayuda, le prometía algo en concreto y realizaba rezos o novenas en su honor; casi inmediatamente, su problema se solucionaba. La persona cumplía con su voto y en agradecimiento le donaba dinero o bienes y promovía su devoción entre sus conocidos.
En años posteriores a las informaciones jurídicas, distintos autores, como el cronista Luis de Cisneros o el viajero Thomas Gage, señalaron que el templo ya era uno de los santuarios más importantes de la ciudad. Sus visitantes y devotos gozaban de indulgencias, realizaban prácticas piadosas y obsequiaban opulentos regalos a la imagen, especialmente durante la Cuaresma. Además de destacar la efigie, algunos de esos escritores subrayaron la vida “religiosísima” de los frailes del convento como algo ejemplar y característico del lugar.
El culto y el convento se convirtieron en tales referentes que el poblado que se conformó en la zona empezó a conocerse durante la tercera década del siglo XVII como pueblo de Nuestra Señora de la Piedad.
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Santuario de Nuestra Señora de la Piedad