Tras el asesinato de Álvaro Obregón en 1928, Plutarco Elías Calles organizó el Partido Nacional Revolucionario, primera forma del partido de Estado para monopolizar la política mexicana y las normas de acceso al poder. Su primer candidato fue Pascual Ortiz Rubio. En 1938, durante el sexenio de Lázaro Cárdenas, el PNR se convirtió en el Partido de la Revolución Mexicana (PRM), que incorporó como pilares del Estado a las centrales sindicales de trabajadores.
Durante su discurso de toma de posesión del 1 de diciembre de 1982, el presidente Miguel de la Madrid señaló: “El nacionalismo revolucionario […] es la ideología que sintetiza nuestra voluntad histórica de constituirnos en una vigorosa comunidad política, económica y social; es la conciencia de nuestra identidad y proyección colectiva. El nacionalismo revolucionario manifiesta la lealtad a nuestras tradiciones y costumbres, el apego al suelo donde nacimos, al sentido de nuestra historia; arraiga en una convicción democrática. Fundamenta el poder transformador de la Nación a través del Estado, impone la obligación de superar todo lo que vulnera nuestra independencia política o económica”.
Entre los años veinte y ochenta del siglo XX, la ideología del nacionalismo revolucionario compactó a las fuerzas sociales que le dieron apoyo al partido único gobernante, que se asumía como heredero de las grandes luchas que se llevaron a cabo en el país para conquistar su independencia, reafirmar su soberanía e intentar convertirse en una sociedad homogénea, armoniosa y en constante crecimiento.
Ese gobierno fue resultado de una cruenta guerra civil que enfrentó a diversos proyectos políticos. Luego de esa confrontación armada, los vencedores tuvieron la necesidad de construir un sistema político que legitimara su derecho de gobernar a México y que impidiera que perdieran el poder.
Además de fortalecer al ejército e invertir en infraestructura, era necesario construir un discurso que justificara por qué los ganadores de la Revolución debían permanecer en la cima del poder político, a partir de su relación con el pasado de México y con el país que deseaban construir para el futuro. Fue entonces, a partir de los años veinte, que poco a poco nació ese conglomerado de ideas, visiones de la historia y políticas públicas que hoy conocemos como “nacionalismo revolucionario”.
No fue producto de una persona ni de una época específicas. Esta ideología fue la amalgama de múltiples discursos construidos a lo largo del siglo XIX: la idea de que siempre hemos sido un mismo pueblo; que nuestras mayores amenazas son la división interna y las ambiciones del exterior; el deseo de alcanzar la libertad, el desarrollo y la justicia social; el proyecto de crear un “mexicano ideal” a través del mestizaje, y el convencimiento de que todo eso solo sería posible con un Estado fuerte que regulara la economía y satisficiera todas las necesidades de una sociedad que era demasiado débil para protegerse a sí misma.
El nacionalismo revolucionario también es producto de una serie de élites políticas que formaron parte de un mismo partido y consideraron que solo ellos podrían gobernar a México para convertirlo en ese país desarrollado que siempre quiso ser desde que nació en el siglo XIX. Es un discurso político/ideológico/histórico pensado para una nación que apenas estaba consolidando los referentes con los que se reconocería a sí misma y se presentaría hacia el mundo, que venía de un pasado rural y aspiraba a volverse un país urbano en el que las diferencias entre sus habitantes se redujeran al mínimo.
Durante el periodo del siglo XX que existió dentro del discurso oficial, el nacionalismo revolucionario le dio sentido a las acciones llevadas a cabo por los gobiernos del partido de Estado. Se volvió la excusa para consolidar una idea de la historia esencialista, lineal y evolutiva. Fue el impulso para crear un país “mestizo” que se alejara de su pasado español y “rescatara” a los indígenas de su pobreza, que dejara atrás al México rural para construir el futuro en las grandes ciudades, y para permanecer en el poder.
Sin embargo, al final, el nacionalismo revolucionario no pudo adaptarse a los cambios que el mismo Estado mexicano había provocado en el país; no tuvo la capacidad de atraer a los habitantes de las ciudades (quienes veían los cambios en el mundo y también querían cambios), y ya no pudo satisfacer las promesas de democracia, justicia social y crecimiento, por lo que se vio rebasado por las transformaciones que vivió el resto del planeta desde finales de los años setenta.
Los antecedentes
El nacionalismo revolucionario fue al mismo tiempo ideología, historia y un proyecto político, educativo y cultural. Si bien es un producto neto de la Revolución mexicana, sus antecedentes están en el siglo XIX.
Durante esa centuria, uno de los grandes retos históricos fue impedir que el país se disgregara o acabara engullido por Estados Unidos. Además de la pobreza e inequidad, México no tenía elementos que unieran a sus ciudadanos más allá de la religión católica. Mientras el país creaba su idea de la historia e intentaba pacificar los caminos, tender cables telegráficos y construir puertos, era fundamental defenderse ante las amenazas del exterior. El Estado mexicano era débil no solo ante las invasiones de Estados Unidos y Francia, pues tampoco podía tener un sistema educativo nacional que, además de terminar con el analfabetismo, sirviera para que todos los miembros de la nación se sintieran parte de ella.
Fue el régimen porfirista el que, con un mucho mayor control del país, pudo enfocarse en su crecimiento y unidad. El desarrollo económico de México durante esa época ha sido investigado por muchos historiadores a lo largo del tiempo. También en esos años hay un mayor impulso a la educación y se escribieron obras fundamentales para construir una idea de nuestra historia, como México a través de los siglos, México: su evolución social y Juárez, su obra y su tiempo (por mencionar solo tres). Se consolidó la idea de que la historia nacional comenzaba con los pueblos anteriores a la llegada de los españoles, que luego pasamos por la Conquista y el Virreinato, la Independencia y los años posteriores a esta, y después el triunfo de la Reforma, todo lo cual terminaba con el esplendor de los años de Porfirio Díaz.
Sin embargo, el porfirismo se empezó a derrumbar a principios del siglo XX por su incapacidad para encontrar un mecanismo que le permitiera sobrevivir a su creador, Porfirio Díaz, por el crecimiento de la pobreza y, luego, por la aparición de diversos proyectos políticos, determinados por los cambios que el mismo Porfiriato había producido y por los que se vivían en otras partes del mundo.
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