Cada verano, la ciudad de Oaxaca se transforma para la fiesta más importante del año, a fin de recibir a las miles de personas que participarán en ella, tanto actores como asistentes. Esta expresión de la multiplicidad de culturas, etnias y tradiciones que distinguen al estado tuvo su origen en 1932, cuando Oaxaca cumplía cuatrocientos años de haber sido nombrada ciudad por el rey Carlos V, lo que el gobierno aprovechó para organizar el festejo y atraer visitantes e inversiones.
Oaxaca es a menudo descrito a partir de su complicada orografía –muchas veces representada con la imagen de una hoja de papel arrugada–, la que por siglos ha determinado enormes dificultades en las comunicaciones y los intercambios. Sin embargo, también se distingue por su gran variedad de climas y microclimas, que han permitido el cultivo de los más diferentes productos agrícolas provenientes de tierras tanto frías como tropicales, además de asegurar la presencia de una amplia diversidad de especies animales y vegetales.
La diversidad natural se corresponde con la presencia de quince grupos étnicos distribuidos en las ocho regiones que configuran la actual división administrativa de la entidad. En el territorio se hablan dieciséis lenguas diferentes, a su vez caracterizadas por más de un centenar de variantes. La enorme riqueza cultural del estado tiene su expresión más evidente en los atuendos, gastronomía, producción artesanal, música, bailes, cosmogonía, relación con la naturaleza, entre otros elementos que marcan la vida de los pueblos originarios.
Solidaridad y confianza
El investigador Salvador Sigüenza nos informa que la palabra guelaguetza, de origen zapoteco, tiene connotaciones de ayuda mutua y reciprocidad en momentos cruciales de la vida (bodas, nacimientos, defunciones), y ha sido expresión de solidaridad y confianza en el mundo indígena.
Las fiestas de los Lunes del Cerro, como también se le conoce a la Guelaguetza, se componen de manifestaciones diversas que remiten al pasado prehispánico, a las tradiciones coloniales y a la necesidad de construcción identitaria del Estado posrevolucionario. Como parte sustancial de ellas, las celebraciones se realizan el lunes siguiente a la fiesta de la Virgen del Carmen (16 de julio) y a la conmemoración de la muerte de Benito Juárez (18 de julio). El lunes posterior tiene lugar la Octava, como se conoce a esta culminación de los festejos.
En ese lapso, la música, bailes, vestimentas, artesanías y productos de la tierra traídos por las delegaciones de los pueblos originarios de los más distantes rincones del estado se apoderan de la ciudad, llenando de colores, melodías, sabores, olores e idiomas diversos lugares del centro de la capital oaxaqueña y sus alrededores.
La Guelaguetza es una manifestación cultural compleja, en la que convergen tanto los aspectos mercantiles y las diferencias e inequidades étnicas como una genuina celebración comunitaria que exalta la convivencia entre estilos de vida diversificados, como lo demuestra el entusiasmo de las delegaciones que se preparan con profunda disciplina durante todo el año.
El indio como “problema”
Si bien lo que hoy conocemos como Guelaguetza ha querido vincularse, incluso, con rituales prehispánicos (en honor a Centéotl, diosa mexica, o a Pitao Cozobi, deidad de la cosmogonía zapoteca), su origen se encuentra a principios de la década de los treinta del siglo XX, cuando empezaron a implementarse las políticas de inserción de la entidad en la nueva vida institucional del país.
Desde los años veinte, el régimen posrevolucionario, con un genuino interés por transformar el país, pero también concentrado en afianzar y centralizar su poder, impulsó un proceso de construcción de la “identidad nacional” y una cruzada para integrar al proyecto al “México atrasado”, conformado por los pueblos indígenas. Este proceso fue encauzado a través de un programa educativo sin precedentes, que llevó la mística de símbolos e historia patria a pueblos y comunidades, a los que además se alfabetizó y castellanizó, procurando arrasar sus propias culturas y lenguas. Como asegura el antropólogo Jesús Lizama Quijano, “el etnocentrismo y el estigma guiaron las políticas indigenistas a lo largo de la mayor parte del siglo XX”.
Paradójicamente, las culturas y tradiciones de los pueblos originarios fueron reivindicadas como elementos esenciales de la cultura nacional, depositarios de una misión ancestral: constituir el México moderno. Intelectuales e ideólogos del régimen participaron de la construcción de un mito en el que todos los regionalismos fueron integrados en una forzada unidad. A los indios les correspondió representar el glorioso pasado prehispánico que fecundó, junto a los conquistadores españoles, el ideal mestizo de la “raza cósmica” proclamada por José Vasconcelos en su obra homónima.
El terremoto de 1931
A mitad de los años veinte amainó la turbulencia política en Oaxaca y se inauguró la nueva vida institucional. El gobernador Genaro V. Vázquez (1925-1928) impulsó la educación, la exaltación de los valores indígenas y la construcción de caminos. Su sucesor, Francisco López Cortés (1928-1932), comenzó el reparto agrario e impulsó la educación. Al arrancar la década de 1930, Oaxaca tenía poco más de un millón de habitantes, una tercera parte de los cuales eran hablantes exclusivos de su respectiva lengua indígena, mientras que apenas veinte por ciento de la población sabía leer.
El 14 de enero de 1931 la ciudad de Oaxaca, para entonces con treinta mil habitantes, fue sacudida por un tremendo terremoto que cambió para siempre su fisionomía y deterioró una actividad económica ya de por sí precaria. El sismo dejó a miles de habitantes “desorientados, con sus bienes destruidos, sin hogar, sin dinero para reconstruir”, así como sin preparación para bastarse a sí mismos y levantarse una casa, “aunque fuera de adobe, carrizo”. El valor de los bienes inmuebles urbanos cayó de golpe y se registró un éxodo de numerosas familias que migraron a la capital del país y a otros estados. El comercio y toda la economía se colapsaron también.
Angustiados ante la apremiante necesidad, las autoridades estatales recordaron que el siguiente año, 1932, Oaxaca cumpliría cuatrocientos años de haber sido nombrada ciudad por el rey de España Carlos V. La organización de un gran festejo, que pudiera atraer visitantes e inversiones, se impuso como un remedio para la crisis. Así, en noviembre de 1931 se reunieron en el Palacio Municipal los integrantes del recién constituido Comité Organizador de los Festejos del IV Centenario y decidieron que las celebraciones se llevarían a cabo del 24 de abril al 5 de mayo. Para la formulación del magno programa se definieron cuatro ramificaciones: Disposición de los festejos, Homenaje Racial, Concursos y festividades para exponer la cultura y costumbres del estado, y Excursiones a los lugares históricos y arqueológicos de Oaxaca. Dos iniciativas resultaron medulares: la Exposición Regional y el Homenaje Racial.
La Exposición Regional
El gobierno organizó la exposición en la antigua hacienda de Aguilera (al norte de la ciudad, al final de la calzada Porfirio Díaz) como un “poderoso estímulo para la industria autóctona” y una ocasión inigualable para formar el primer directorio completo de productores regionales y el catálogo de artículos oaxaqueños. En el evento participaron 473 expositores (112 de la ciudad capital y 361 de las regiones del estado), quienes se presentaron en los pabellones erigidos para la ocasión, con el estilo de construcción original de cada región.
Los asistentes pudieron admirar pieles curtidas y sarapes traídos por los mixes; madera preciosa y yerbas medicinales expuestas en el pabellón de la Cañada; maíz, café, flor de Jamaica y tabaco originarios de la Costa; mezcal ofrecido en la caseta de los Valles, así como sombreros de palma y talabartería exhibidos en la de la Mixteca. También se pudieron admirar las joyas de la recién descubierta Tumba 7 de Monte Albán y los trabajos escolares de varios planteles de la ciudad.
La inauguración de la Exposición Regional fue el primer acto de los festejos por el IV Centenario de la ciudad. El Álbum conmemorativo afirma que el 24 de abril “una multitud incontenible de rostros sonrientes” aplaudió al gobernador del estado en su declaratoria de apertura; luego el “público ansioso se precipitó por todos los estands”. La muestra duró las dos semanas del festejo oficial.
El Homenaje Racial y la Señorita Oaxaca
El Comité Organizador designó una comisión integrada por personalidades públicas e intelectuales de la época para organizar el Homenaje Racial. El periódico El Mercurio publicó el proyecto:
“Una grande y solemne fiesta oaxaqueña. Fiesta de luz, fiesta de color, fiesta de fraternidad y regocijo. Las regiones del Estado acuden, lo más simbólica y significativamente representadas vistiendo sus mejores galas, con sus atributos más preciados y más genuinos, en son de espléndido agasajo, llevando sendos regalos y homenaje para ofrecerlos a Oaxaca, la perla del Sur, que vive su vida típica y generosa y que en esta ocasión celebra el IV Centenario de su exaltación a categoría de ciudad.”
El Homenaje Racial fue pensado como una obra en tres cuadros, en la que los indígenas serían los actores principales, pero como tributarios de la ciudad capital en su aniversario. El escenario sería un teatro al aire libre construido ex profeso en las faldas del cerro del Fortín, para aprovechar el declive natural a manera de gradas.
El comité había anunciado también la elección de la Señorita Oaxaca, quien sería “una hermosa doncella morena de andares solemnes, esbelta de porte, difundiendo felicidad en su mirada”. Como reina de las festividades, habría de ennoblecer las inauguraciones, manifestaciones deportivas, bailes, espectáculos teatrales y conferencias culturales; sería la representante de la ciudad capital. Pocos días antes se anunció el triunfo de Margarita Santaella, luego de una contienda pródiga en incidentes en la que los distritos también presentaron candidaturas.
El Homenaje Racial se llevó a cabo el 25 de abril en la Rotonda de la Azucena. Inició a las nueve de la mañana, presidido por el gobernador y funcionarios de alto nivel. En un escenario cargado de símbolos de la mexicanidad y el localismo (la bandera nacional, canto del himno regional socialista, presencia de intelectuales del centro del país y adornos con productos del estado como palma, follaje de plátano, paxtle o heno, y cactus), apareció la Señorita Oaxaca vestida con un huipil blanco y bordado, acompañada por las “Siete Diosas de la Fraternidad” –una por región– y por los “Sietes Espíritus del Bien”, caracterizados por parejas de niños vestidos con los trajes autóctonos del estado y moviéndose al son del vals Dios nunca muere, del compositor oaxaqueño Macedonio Alcalá.
En el segundo cuadro desfilaron las embajadas de las regiones presididas por dos ancianos venerables que llevaban el bastón con lazos azules, símbolo de la autoridad suprema de la región, seguidos por hombres y mujeres con sus mejores trajes típicos. Al estar frente a la representante de la ciudad, todos dejaron sus tributos y los ancianos entregaron el bastón que fue recibido con toda reverencia.
En el tercer cuadro, la Señorita Oaxaca entregó a cada una de las Diosas de la Fraternidad unos de los listones de colores que caían de su cetro, para que los llevaran a las representantes de las embajadas. Cerraba la ceremonia el vuelo de palomas blancas que simbolizó “el alma de la suave provincia que va a las regiones todas del estado, a llevarles un beso de amor”, como decía El Mercurio al día siguiente. Las aves se levantaron acompañadas por las notas del Himno a Oaxaca, compuesto para la ocasión.
Así concluyó el Homenaje Racial a la ciudad. En los años siguientes, el festejo del Lunes del Cerro incluyó una escenificación similar a la de 1932, a la que se denominó Guelaguetza, nombre que terminó por imponerse a toda la fiesta.
La Guelaguetza actual
La conmemoración del cuarto centenario de la fundación de la ciudad de Oaxaca puede interpretarse a la luz del nuevo modelo de nación implementado por los regímenes posrevolucionarios. Los indios que participaron fueron despojados de todo aquello que denotara pobreza o atraso económico y social, y fueron vestidos con ropajes que, en teoría, conciliaron su identidad con su supuesta aspiración a incorporarse al desarrollo nacional. Fue una fiesta que volvió a poner a la capital oaxaqueña en un lugar privilegiado dentro del estado y una actividad que reafirmó el orden social, celebrando el poder de las élites económica y política. De este modo, los pueblos originarios podían aspirar a integrarse a la nación al tributar a sus superiores, los que detentan la cultura urbana.
La celebración de los Lunes del Cerro continuó en los siguientes años como una fiesta de tintes regionalistas que aspiraba a “revivir esas viejas costumbres que constituyen la idiosincrasia indiscutible de los hijos de esta colonial Antequera”, como se señaló en el periódico Oaxaca Nuevo en 1939. A través de un largo proceso, la fiesta fue integrando espectáculo y atracción turística para satisfacer una nueva actividad económica que en Oaxaca representó una alternativa a la nunca lograda industrialización.
Para finales de los años cincuenta se configuró la Guelaguetza tal como la conocemos, con la participación de “delegaciones” de las regiones del estado, al estilo del Homenaje Racial. En 1974 se construyó un auditorio en el mismo emplazamiento de la Rotonda de las Azucenas, en el cerro del Fortín, pero ahora para once mil espectadores. En 1980, la organización de la fiesta pasó a la Secretaría de Turismo del estado, para convertirse plenamente en un espectáculo folclórico para turistas.
Hoy, las delegaciones regionales no son invitadas, sino que tienen que participar en un proceso de selección que es validado por un Comité de Autenticidad, cuyos miembros evalúan el conocimiento de la delegación sobre su tradición o festividad, y una investigación monográfica que sustente dicho cuadro. La decisión final recae en la Secretaría de Turismo, lo que implica una negociación política con los diferentes municipios que aspiran a mostrarse en el espectáculo. De tal forma que la presencia en el evento se ha convertido en una disputada distinción y los grupos que participan adquieren prestigio y reconocimiento al interior de sus comunidades.
A pesar de su tajante origen racista, la Guelaguetza ha conseguido amalgamar expresiones culturales e identitarias en una idea de convivencia entre etnias que reivindican su identidad específica. Como señala la investigadora María de la Luz Maldonado, este acto genera un desdoblamiento de la celebración: la que se realiza en el contexto de la comunidad (durante la intensa preparación que desarrolla para ser seleccionada) y la que se extrae para ser representada, escenificada y dramatizada. En suma, se trata de una fiesta problemática que, sin embargo, contiene un importante ingrediente comunitario y reivindicativo de las identidades indígenas de Oaxaca.
Esta publicación solo es un extracto del artículo "Oaxaca y su Guelaguetza" que se publicó en Relatos e Historias en México número 129. Cómprala aquí.