Tras un largo conflicto con Francia por el choque entre sus pretensiones comerciales y la defensa de la soberanía de México, llegaron a Veracruz doce navíos de guerra en 1838.
El bloqueo al puerto durante casi un año y el bombardeo que costó muchas vidas mexicanas fueron aprovechados políticamente por el presidente Anastasio Bustamante y por el general Santa Anna. El primero, frente a una crisis de legitimación, llamó a la unidad nacional para acallar las críticas a su gobierno; el segundo, considerado un traidor por la pérdida de Texas en 1836, fue alzado como héroe nacional, a pesar de su ridículo ataque a caballo a la flota invasora, en el que perdió una pierna y un dedo.
Años después, un irrelevante asalto a una pastelería, magnificado por la prensa, fue considerado la causa de la invasión francesa y, con el paso del tiempo, otros cronistas le dieron cuerpo al mito hasta volverlo “historia”. Así, el sentido absurdo de lo que en realidad fue un serio conflicto diplomático se fijó en el imaginario popular como la Guerra de los Pasteles.
La madrugada del 5 de diciembre de 1838 era hermosa y tranquila, con el frescor mañanero típico del puerto de Veracruz en esas fechas. El muelle se había cubierto de una espesa niebla, cómplice de la audaz maniobra de un piquete de soldados que con sigilo había llegado al desierto malecón y con cautela avanzaba por las calles desiertas. Se trataba de una pequeña tropa de militares franceses al mando nada más y nada menos que del hijo de Luis Felipe, rey de los franceses: François Ferdinand Philippe Louis Marie d’Orléans, príncipe de Joinville (1818-1900).
Los militares entraron a tropel al domicilio donde pernoctaba Antonio López de Santa Anna, comandante general de Veracruz. Ruidos y alharaca despertaron al general y el estruendo de algunos fusiles lo hizo brincar de la cama. Se acercó a la ventana y oyó gritos confusos: “¡Vive le roi, vive la France!”. Sin pensarlo, hizo un bulto con su uniforme, tomó sus botas, sombrero y espada, y bajó en camisón a zancadas por la escalera. Abajo, varios centinelas estaban muertos y antes de llegar a la puerta fue detenido:
—Où est le général?
—¡Arriba, está arriba! —señaló con el pulgar.
Joinville y sus oficiales tal vez pensaron que ese desaliñado no podía ser el famoso “Napoleon of the West” y lo dejaron pasar. Salió a la calle y siguió corriendo, y casi sin aliento llegó hasta al antiguo convento de Santo Domingo. En un portal oscuro se vistió rápidamente y, sin perder su aire caudillesco, se ciñó la espada. A lo lejos, se seguían oyendo disparos.
Mientras, en la casa, el príncipe de Joinville lo buscaba hasta debajo de las camas. Los franceses capturaron al general Mariano Arista, que acababa de llegar, pensando que se trataba de Santa Anna. ¡Merde!, escupió el príncipe cuando se dio cuenta del error. Contrariado, ordenó a los soldados destruir la casa; asesinaron a la cocinera y se llevaron como botín de guerra una cajita con 2 400 pesos y unas charreteras de oro. “¡Se escapó de irse a educar a París!”, vociferó Joinville ante su fracaso, y se llevó al general Arista al bergantín Cuirassier.
Después del susto, Santa Anna recibió las noticias del asalto. Un sargento, sobreviviente del baluarte de la Concepción, rindió su parte: “los franceses… desembarcaron… volaron la puerta del muelle”. El general arengó a la tropa: “¡Es hora de ir a matar gabachos!” (así se les llamaba a los franceses en esa época), y salió a buscar a Joinville. Se dirigió a la calle de Damas. Entre barricadas levantadas con bultos, colchones viejos, tablas y hasta nopaleras a guisa de barda de púas, la ciudad se preparaba para cualquier ataque.
Joinville y el contraalmirante Charles Baudin (1784-1854), al mando de la armada que bloqueaba el puerto, mandaron instalar un obús dirigido hacia el muelle. Durante tres horas se echaron de balazos con las defensas mexicanas. De pronto, Santa Anna se envalentonó y se aprestó a montar su hermoso caballo blanco para dirigir las operaciones. Se vistió con sus mejores galas militares: uniforme azul, lleno de medallas y su bicornio con plumas. Con una columna pretendía cortar la retirada de los franceses, pero estos habían protegido su salida con un cañón colocado en el extremo del muelle y cargado con metralla.
El general, cual Napoleón cruzando los Alpes, se lanzó a la carga completa y en ese instante estalló el estruendo de un cañonazo que cimbró el muelle y las casas vecinas. Entre el humo y la destrucción, quedó el caballo blanco ensangrentado encima del general, quien resultó con la pantorrilla izquierda destrozada y la mano chorreando sangre: había perdido un dedo y la pierna. Los soldados franceses se replegaron y Baudin ordenó que cuatro fragatas hicieran llover granadas sobre el malecón por dos horas. En la escaramuza murieron el capitán Campomanes, el alférez Solís y siete soldados. Otros nueve estaban gravemente heridos.
Algunos soldados y gente del pueblo se apresuraron a retirar los restos del bridón totalmente destripado y sacaron al maltrecho general. Soldados con el rostro lleno de hollín y mirones pensaban que estaba muerto, mientras que algunas mujeres lloraban; pero no, todavía no le tocaba y no sería la última vez que “defendería” a la patria. Santa Anna estaba vivo y luego recobró el sentido, pero quizá trastornado por el dolor y en delirio, gritaba: “¡Vencimos, sí, vencimos!”, y no se cansaba de repetir que él había derrotado a los franceses, que él los había hecho huir echándolos al mar… Aunque los franceses solo habían replegado sus buques a la isla de Sacrificios.
Inicio de las relaciones comerciales
Cuando la independencia de México necesitaba el reconocimiento de otras naciones y se buscaba, por medio de las relaciones diplomáticas y comerciales, firmar acuerdos y tratados con las potencias europeas y Estados Unidos, el reino de Francia envió a un agente comercial en 1826 para formalizar las relaciones y, especialmente, lograr beneficios para su comercio. Era prioritario para esa monarquía mantener su presencia de potencia imperial y, a cambio de otorgar el reconocimiento a la nueva nación mexicana, pedía trato exclusivo y privilegios comerciales como nación más favorecida.
De todos los territorios independizados de España, México era el que más despertaba interés por su ubicación geográfica, su proverbial e histórica riqueza y sus posibilidades comerciales. Además, ofrecía un paso del océano Atlántico al Pacífico por la ruta Veracruz-Ciudad de México-Acapulco. Esto entusiasmó a los comerciantes y empresarios franceses.
Con el ascenso de Luis Felipe al trono francés, la burguesía comercial procuró expandir el libre comercio y crear proyectos de colonización en todos los climas y latitudes. A diferencia de Argelia, la Conchinchina o Madagascar, en México los franceses buscaban apropiarse de los mercados, no del territorio. Así, el país recibió a muchos súbditos galos que se establecieron en Veracruz y formaron colonias, como en Coatzacoalcos, que no tuvo éxito, y en San Rafael Jicaltepec, donde se dedicaron al cultivo de la vainilla.
Las relaciones no fueron fáciles. Tradicionalmente, la presencia de extranjeros no era bien vista, al igual que en otros países. A los franceses que llegaron les decían despectivamente “gabachos” o “judíos”, aunque no todos eran comerciantes; había médicos, agricultores, vendedores, así como aventureros, mercenarios, forajidos y gente de dudosa reputación sin oficio ni beneficio. Muchos venían de los Bajos Alpes y se decía que, de cada diez franceses, ocho eran gavots y barcelonnettes.
El reino de la deudocracia
Desde que obtuvo su independencia, en México los problemas económicos se volvieron crónicos: era, decían, “el reino de la deudocracia”. La falta de liquidez, insolvencia, escasez de circulante, alza de precios, acuñación de moneda fraccionaria de cobre y una enorme falsificación eran el pan de todos los días. Muchos extranjeros practicaban alegremente el contrabando y se despachaban con la cuchara grande al extraer grandes cantidades de plata, ya sea como pago de sus mercaderías o como extracciones particulares.
Entre 1825 y 1826, cuando se firmaron los primeros acuerdos, Francia ocupaba el tercer lugar en cuanto a buques que entraban a puertos mexicanos. Eso mostraba buenos augurios para la actividad comercial entre las dos naciones, pero el reino galo no se comprometía a reconocer la independencia de la joven república para no enemistarse con la monarquía borbónica de España, con la cual tenía un “pacto de familia”. A pesar de ello, en 1827 se firmaron en París las llamadas Declaraciones provisionales, que establecieron algunos acuerdos.
Pretextos y presiones de la potencia imperial
La convivencia cotidiana entre los extranjeros y pobladores suscitó conflictos y todo tipo de agravios hacia los primeros, como robos y asesinatos. Era un tiempo de motines, revoluciones y pronunciamientos que no solo afectaban a los nacionales, sino también a los extranjeros. Entonces, los encargados de negocios franceses empezaron a mandar quejas y reclamaciones al gobierno mexicano.
Los reclamos aumentaron cuando el gobierno de México decretó una serie de medidas que afectó el comercio con Francia. Primero autorizó un alza a las tarifas aduanales para todos los países que no hubiesen reconocido la independencia de México y después prohibió a los súbditos franceses la práctica del comercio al menudeo.
En noviembre de 1830 Francia reconoció al enviado diplomático Manuel Eduardo de Gorostiza como encargado de formalizar un tratado comercial y el 13 de marzo de 1831 se firmó el Tratado de Amistad, Navegación y Comercio entre los dos países.
En febrero de 1833 llegó a México el barón Antoine Deffaudis, que se encargaría de los negocios del rey Luis Felipe. No tardó mucho en darse cuenta de la situación de sus connacionales y se dedicó a informar –malinformar, dirían sus detractores– a su gobierno de las afectaciones, daños y actos criminales contra sus compatriotas. Levantó una lista de cuántos habían sido muertos o afectados, y se dedicó a hacer cálculos de a cuánto ascendían los daños. También informó que los negocios y almacenes franceses establecidos en México manejaban un capital estimado de más de veinticuatro millones de francos, por lo que calculaba que el capital galo invertido ascendía a más de 48 millones de francos (ocho millones de pesos). Además, insistió en revisar los acuerdos para que se les exentara del pago de impuestos y, lo más importante, que se les permitiera practicar el comercio al menudeo.
El 4 de julio de 1834 se negoció un nuevo acuerdo que se llamó Convención provisional, cuyo punto principal era la cláusula que consideraba a Francia como la nación más favorecida en el ámbito comercial. Sin embargo, la Convención no se aprobó en el Congreso mexicano porque el reino francés no había reconocido a nuestro país como independiente y, por tanto, no podía haber trato recíproco.
Eran tiempos difíciles y de crisis económica crónica para la República. En 1836 se había cambiado el régimen de federalista a centralista y establecido un nuevo orden constitucional con las llamadas Siete Leyes, acusadas de ser la causa de los males de la nación, aunque los males eran más bien estructurales, propios de un Estado en formación que tenía amenazada su propia existencia y que necesitaba legitimarse internamente y ante el mundo.
En junio de ese año, el gobierno decretó un préstamo forzoso que incluía a todos los extranjeros. Esto empeoró las relaciones y para los franceses resultó inadmisible: ¡cómo México se atrevía a tanto! El mismo Deffaudis conminó a sus connacionales a negarse a cooperar y, molesto, reclamó al gobierno cuanto agravio y robo habían sufrido sus conciudadanos. La lista era larga… e iba creciendo.
Lo peor era que en varios de esos hechos estaban implicadas autoridades e incluso policías y algunos militares. De hecho, un punto nodal de las reclamaciones sobre agravios y crímenes contra franceses se sustentaba en la poca o nula investigación de las autoridades mexicanas para perseguir a los delincuentes, la ineficacia del sistema judicial y la existencia de una red de contubernios y corruptelas que imposibilitaban la resolución de los casos.
La cuestión es que los franceses metieron todas las reclamaciones en un mismo saco, con cantidades calculadas por ellos mismos y sin especificar los daños, la culpabilidad de los extranjeros, los montos o la responsabilidad de las autoridades. Aparte, no había un marco diplomático oficial y reconocido, toda vez que estaba pendiente la firma de los tratados que le dieran a Francia la categoría de nación más favorecida, mientras que México no había sido reconocido como país soberano.
Esta publicación es sólo un fragmento del artículo "La falsa Guerra de los Pasteles" del autor Javier Torres Medina que se publicó en Relatos e Historias en México, número 123. Cómprala aquí.