No es cierto que el príncipe de Francia atravesó el Altlántico con una flota de guerra solo para cobrar una cuenta de pasteles. En 1838 cañoneó el puerto de Veracruz pero por razones muy distintas…
Ocho días antes de que el general Santa Anna cayera bajo su corcel por un cañonazo, el 27 de noviembre de 1838, a las 2:15 de la tarde el contraalmirante Charles Baudin ya debía haber roto el fuego sobre el Castillo de San Juan de Ulúa –“Ulloa”, decían los franceses–, si es que acaso no había sido una fanfarronada. En Ciudad de México era la hora también en que el presidente Anastasio Bustamante acababa de visitar el cuartel de los “quebraditos” (en referencia al color de la piel “quebrado” o moreno) y preparaba una arenga patriótica para unir a los mexicanos contra el “invasor francés”.
Por la tarde llegó el correo de Veracruz. Todavía las noticias eran inciertas, aunque se creía que ya se había roto el fuego. Lo que sí se conocía era la presencia de las fragatas francesas Nereida, Ifigenia, Criolla y Gloria, las corbetas Nayade y Cerceta, las bombarderas Cíclope y Vulcano, y los bergantines Voltigeador, Cebra y Cuirassier, que se formaron en línea de ataque frente a la fortaleza de Ulúa. El general Antonio Gaona esperaba nervioso a que los galos tiraran primero.
Y así lo hicieron. Sin aguardar el regreso de los oficiales mexicanos que llevaban la resolución del gobierno, Baudin abrió fuego contra el Castillo: 150 cañones y morteros iluminaron por más de cinco horas el cielo jarocho con un fuego de muerte; comenzó a las 2:30 de la tarde y se mantuvo vivamente hasta las siete de la noche. Una batería en el baluarte de San Miguel dejó que se acercaran las fragatas y, cuando las tuvo a tiro, les hizo fuego. Desarboló a una y estropeó a las demás, pero una bomba enemiga voló el repuesto de la batería.
En la fortaleza poco podía hacerse. Los reemplazos se acababan y las baterías se asilenciaban. La infantería, lista para evitar el desembarco, recibió los cañonazos franceses. En un instante hubo muchos muertos y 140 heridos entre las ruinas de las murallas. El general Gaona pidió una tregua para curar a los heridos. Cuando se levantó el humo gris de la pólvora, el desastre era desolador: gritos, sangre y cadáveres se revolvían con polvo y tierra de las murallas destrozadas. A petición de Gaona, Baudin suspendió las hostilidades para negociar.
Reunida una junta de guerra, se dictaminó el estado de la fortaleza. Muchas piezas estaban desmontadas de sus cureñas, había pocas municiones y la mayor parte de los artilleros estaba fuera de combate. En lo alto, una batería estaba destrozada. No quedaba otra salida que la capitulación, la cual se firmó a las dos de la mañana del 28 de noviembre. Ese día hermoso, pero con mucho frío, se dio por perdida la fortaleza de San Juan de Ulúa, que la prensa empezó a llamar “nuestro Peñón de Gibraltar”.
Ahora los mexicanos tenían que hacer tratos bajo la presión de las armas, con el puerto bloqueado y el baluarte tomado. Y esto era solo el inicio.
“Indemnizaciones absurdas”
El fracaso de las negociaciones había sido evidente desde meses antes del ataque a Ulúa, cuando inició el gobierno de Bustamante, en abril de 1837. En mayo se había nombrado a Luis Gonzaga Cuevas como encargado de negocios frente al barón Antoine Deffaudis, quien ya le había enviado sus puntos a negociar: que las Declaraciones de 1827 fueran reconocidas, que los franceses quedaran exentos de cualquier impuesto y que se castigara a asesinos y criminales que hubieran atentado contra sus compatriotas.
Cuevas respondió en una misiva que el gobierno de México tenía todo el derecho de imponer, cuando lo considerara necesario, contribuciones y préstamos forzosos a cualquiera, fueran nacionales o extranjeros. Respecto a las indemnizaciones fue contundente: su gobierno no podía hacerse responsable por las “constantes conmociones, revueltas y revoluciones que han aquejado a la república”, y que afectaron a súbditos franceses. Remató tajante que no había dinero para indemnizar a tantos extranjeros, pues ni los connacionales gozaban de ese derecho. No era una misiva, sino una granada.
El barón informó a su canciller, el conde Louis-Mathieu Molé, que ninguna de las reclamaciones había sido satisfecha desde 1828. Cuevas lo acusó de informar puras exageraciones para “engendrar en el gabinete de las Tullerías, la más odiosa antipatía contra la República Mexicana”. Lo cierto era que, ante tantos problemas que aquejaban al país, se había descuidado el affaire francés; no se le dio la importancia debida y, aunque hubo algunas averiguaciones, no pudieron aclarar todos los casos, especialmente los que implicaban a funcionarios, policías y militares.
En todo caso, afirmó Cuevas, lo que procedía era castigar a los culpables de los robos y no pedir “indemnizaciones absurdas”. A partir de ahí, en la opinión pública se creó la idea de que las reclamaciones francesas eran desproporcionadas, injustas y ridículas…
Se decía que la intención de Francia era imponer un Borbón en el trono de México, lo cual era un rumor sin fundamento, pero servía para echarle leña al fuego y fomentaba la idea de que los galos querían intervenir en el país. Lo que queda claro es que el interés de Francia en ese momento no era cambiar el gobierno, ni conquistar o apropiarse de territorios, sino expandir sus redes comerciales, hacerse de plata y contar con privilegios de nación más favorecida.
Al mes de iniciado el bloqueo ya se sentían sus efectos. El cierre de la aduana más importante del país afectó no solo los ingresos nacionales, sino el comercio con otras naciones. Las más perjudicadas fueron Gran Bretaña y Estados Unidos, que no podían entrar al puerto libremente. Más tarde, se propondrían como árbitros para resolver el conflicto.
Preparándose para el ataque
Ante el amago francés, la gente estaba asustada e inquieta; no esperaba a que terminara la misa dominical para leer los rotulones pegados en las esquinas de Ciudad de México, donde aparecía la proclama del presidente Bustamante que excitaba a los mexicanos a la unión para defender la integridad e independencia de la nación. Un odio a los extranjeros se comenzó a fraguar: “¡Pinches gabachos!”.
Se corrió la noticia de que la población quemaría varios judas de cartón con la figura del barón Deffaudis el Sábado de Gloria. Se dijo que el propio gobernador de la capital del país gastó más de veinte pesos en los populares muñecos y la quema se llevó a cabo con mucha violencia e incluso hubo varios muertos.
Para una tradicional corrida de domingo se anunció un espectáculo novedoso: la pelea de un toro mexicano contra un tigre de Bengala. El felino había sido traído por unos faranduleros franceses. Hasta el presidente de la República asistió al coso en que se oían los gritos de “¡Muera Deffaudis!”, “¡Muera Bazoche!”. Amenazaba un tumulto, pero, afortunadamente, ganó el toro. El tigre salió muy mal herido, pero no destripado, porque se había acordado que se le limaran las astas al toro.
Mientras tanto, en Veracruz se estaban reforzando los puntos de defensa. Y aunque se argumentaba que México vivía en penuria, el 25 de mayo de 1838 el Congreso autorizó al gobierno para que “hiciera todos los gastos extraordinarios de guerra que se ofrecieran para la defensa de la República y conservación del orden interior”. Eso sí: no había dinero para pagar las indemnizaciones. De todos modos, los recursos llegaron al puerto a cuentagotas y eran muy precarios.
A pesar de ello, se las ingeniaron para defender la plaza, reparar murallas, hacer cureñas, colocar nuevas baterías en Ulúa, reforzar puertas, construir parapetos, poner sacos de arena en las azoteas de edificios, iglesias, capillas y conventos; se armaron seis lanchas rápidas y enviaron baterías a las costas para impedir desembarcos; pusieron hileras de nopaleras (antecedente de las alambradas de púas) en las instalaciones militares, e incluso se pensó que, como solución extrema, podían hacer volar el Castillo de San Juan de Ulúa para que los invasores no pudieran utilizarlo.
El general Manuel Joaquín Rincón (1784-1849), comandante de Veracruz, se puso de acuerdo con las autoridades del puerto para reclutar “voluntarios” para la defensa de la plaza. Mandó, en el mayor secreto, que en una noche fuera asaltada la “piquera” La Sociedad para capturar a cuanto vago y vicioso hubiera y completar el “ejército defensor”.
La diplomacia puede esperar
Nuevamente en Xalapa se acordó entrar en negociaciones, lejos del ambiente insalubre del puerto. Ahora bajo el liderazgo del contraalmirante Charles Baudin, que traía instrucciones para negociar con el gobierno mexicano y venía acompañado nada más y nada menos que del príncipe de Joinville, quien debutaría como teniente de la Armada francesa.
Baudin envió a la capital del país a un comisionado para que se le informara qué respuesta daría el gobierno mexicano al ultimátum. Se acordó que el 12 de noviembre se llevara a efecto una reunión. Ahí llegó el ministro Luis Gonzaga Cuevas con tres traductores. El contraalmirante se portó muy político y reiteró sus peticiones: que se pagaran las indemnizaciones, se respetaran las Declaraciones de 1827, se garantizara el comercio y la navegación de Francia, así como el trato de la nación extranjera más favorecida en condiciones de una perfecta reciprocidad. Cuevas estuvo de acuerdo en pagar 600 000 pesos de indemnizaciones, pero no cedió en exentar a los franceses de pagar contribuciones e impuestos, ni que se les permitiera comerciar al menudeo.
A las diez de la noche del 24 de noviembre se sentía mucho frío en Ciudad de México, pero más frío se sentía en Xalapa ante los desacuerdos. Baudin regresó al puerto y amenazó con romper el fuego el 27 del corriente a las doce del día.
Unos decían que Cuevas pretendía dilatar los acuerdos y los otros acusaban a Deffaudis y Baudin de haber llevado las cosas al estado en el que se hallaban. Ambas naciones tenían sus razones, pero el uso de la fuerza para presionar era inadmisible. Los dos gobiernos actuaron mal: el francés por ver qué sacaba de ventaja bloqueando el puerto y el mexicano por desviar la atención de sus problemas internos y legitimarse a través de una guerra “patriótica” en la que murió mucha gente. Al final no se privilegió el diálogo diplomático.
Las hostilidades comenzaron el 27 de noviembre con el ataque a Ulúa. El 2 de diciembre se supo en la capital mexicana que el bastión se había rendido. Manuel Rincón se vio forzado a firmar una capitulación. Baudin se comprometió a que la fortaleza sería evacuada y devuelta a la nación cuando se arreglasen los tratados con Francia, además de que se abriría de nuevo el puerto. Los ciudadanos franceses podrían regresar a Veracruz, donde serían respetadas sus personas y bienes, e indemnizados por los daños. Se había firmado una paz, forzosa, que abría la posibilidad de negociar…
Pero en el Congreso, en la capital, se presentó José Joaquín Pesado a destacar la “defensa bizarra del castillo” y pedir que se rechazara la capitulación. La Cámara en pleno lo aprobó y además acordó llevar a juicio al general Rincón.
Esta publicación es sólo un fragmento del artículo "La falsa Guerra de los Pasteles" del autor Javier Torres Medina que se publicó en Relatos e Historias en México, número 123. Cómprala aquí.