Presidente Interino del 15 de agosto al 24 de diciembre de 1860.
“Próximo a perder mi vida y cuando voy a comparecer en la presencia de Dios, protesto contra la acusación de traidor que se me ha lanzado al rostro para cubrir mi ejecución. Muero inocente de este crimen, con la esperanza de que Dios me perdonará y de que mis compatriotas apartarán de mis hijos tan vil mentir, haciéndome justicia.”
Aunque conservador, su juventud lo alejaba de las posiciones radicales de los demás miembros de su partido, muchos de ellos, mayores de cincuenta años, fogueados en el terreno de la política desde la década de 1820. Así lo demostró en su manifiesto a la nación del 12 de julio de 1859 –conocido como “La Hermosa Reacción”–, donde establecía la necesidad de una gran transformación nacional, de una verdadera “reforma”, que para sorpresa de muchos, coincidía en algunos puntos con la del partido liberal. Había llegado la hora de los cambios profundos.
“Creo que debo emprender las reformas administrativas, así creo interpretar rectamente ese hermoso grito: “reacción”, que resuena por todos los ángulos de la república, y que hoy no expresa otra idea que la de renacimiento, reconstrucción del edificio social.”
La hacienda pública, la justicia, el ingreso nacional y la educación debían ser los pilares básicos de su gobierno. Y al igual que el credo de los liberales, en el centro de la gran reforma estaba el individuo. “Estoy íntimamente persuadido de que ningún gobierno se ha consolidado en el país porque ninguno ha cuidado de proporcionar al público el bienestar individual. Los males de México no están en la política, sino en la administración.”
En un hecho sin precedentes en el partido conservador, el general se atrevió a presentar a Estados Unidos como un modelo de bienestar. No intentaba buscar su auxilio ni copiar sus instituciones –tan ajenas a la realidad mexicana–, simplemente lo consideraba un ejemplo del desarrollo. “¿Y quién al lamentar la suerte infausta de México, este hermoso país, no se preocupa en primer lugar de la hacienda pública, no suspira por los medios de viabilidad de la república vecina, por la actividad de comercio que allí reina, por los elementos verdaderos de riqueza nacional? ¿Quién no ve en la abundancia de trabajo, el bienestar individual consiguiente, los cimientos de una paz estable que nuestros grandes políticos no han podido darnos?”
La gran reforma conservadora, sin embargo, no contemplaba el problema de fondo. Limitar el poder político y económico de ese “estado” que se había creado dentro del Estado mexicano: la Iglesia. Mucho menos tenía previsto poner en circulación las propiedades del clero –llamadas de manos muertas– para impulsar el desarrollo de la economía nacional a través de pequeños propietarios. No hubo tiempo siquiera de pensarlo. No había sonado todavía la hora de la reconstrucción, seguían hablando las bayonetas. Bella pieza retórica, el manifiesto de Miramón, dormiría el sueño de los justos en el gran acervo documental de la nación mexicana.
En 1860 el conflicto bélico se encontraba en su tercer año y súbitamente el clero retiró su apoyo económico al presidente conservador. Las derrotas no tardaron en aparecer. Con el apoyo nada despreciable de Estados Unidos, Juárez hizo ver su suerte a Miramón: el joven Macabeo nunca pudo tomar el puerto de Veracruz, ciudad donde estaba asentado el gobierno juarista. En diciembre, el liberalismo marchaba triunfante hacia la capital de la república. Don Miguel dejó la presidencia y junto con su esposa partió rumbo a Europa. A los 29 años iniciaba el declive de su carrera militar.
En julio de 1863, no sin ciertas dudas, regresó a México y ofreció sus servicios al Imperio. Tratado con desdén por los oficiales franceses y ante la incomodidad que su carisma y popularidad provocaron en Maximiliano, aceptó una absurda comisión del emperador para marchar a Berlín a estudiar tácticas militares. Era prácticamente otro exilio. Fue la etapa más triste de su vida. Humillado en lo más profundo de su ser, alejado de la patria y viviendo penurias económicas, fue víctima de la desesperación. Intentó, incluso, acercarse a Juárez y otorgar su experiencia militar a la causa de la República. Don Benito no se tomó la molestia de responder.
Volvió a México en 1866, cuando los franceses habían anunciado su retirada de México y Maximiliano, abandonado por sus aliados extranjeros, no tuvo más remedio que depositar su confianza en el partido conservador, al que tiempo atrás había desdeñado. El general sabía que la situación del Imperio era irremediable pero la carrera de las armas era su vida. Más cercano a la Patria que a su familia, la guerra le devolvió el ánimo. Y con nuevos bríos, se batió como en sus mejores tiempos.
En los primeros meses de 1867, en un furioso ataque sobre Zacatecas, Miramón estuvo a escasos metros de aprehender a Juárez –su acérrimo enemigo–. La suerte favoreció a don Benito y la ilusión del triunfo se tornó en amarga derrota. En la defensa de Querétaro, selló su destino. Tras un largo sitio de sesenta y dos días –con heroicas jornadas y alguno que otro amorío–, el 15 de mayo de 1867 la vieja ciudad colonial cayó en poder de la República. Un mes después, un consejo de guerra lo sentenció a morir fusilado junto con Maximiliano y el general indio Tomás Mejía.
En el Cerro de las Campanas las balas del pelotón cegaron su vida. Y como la viuda se resistiese a perder por completo a su esposo, ordenó que se extrajera el órgano vital de su marido. De esa forma le fue entregado “aquel noble corazón que tanto me había amado”, el cual colocó en una urna iluminada permanentemente por una lámpara. “Tengo el corazón de mi esposo –solía comentar–, que pienso llevármelo a Europa y tenerlo siempre en mi recámara”. Sorprendido por la macabra reliquia, un sacerdote la persuadió para que dejase descansar en paz al valiente general. Mientras caía la tierra sobre el último vestigio del guerrero, Concha se hizo una promesa de amor para el resto de su vida: “Péguese mi lengua a mi boca si llegara a olvidarte”. Cincuenta y cuatro años después, se volvieron a encontrar.
Si quieres saber más sobre la vida del Joven Macabeo, busca el artículo completo "Miramón, el desconocido" del autor Alejandro Rosas Robles, que se publicó en Relatos e Historias en México número 20. Cómprala aquí.