¿Tauromaquia, tradición o acto sanguinario?

La polémica por la ley antitaurina de 1916
Marco Antonio Villa Juárez

 

Primeras normas antitaurinas En Nueva España: en el primer concilio provincial de 1555, se estableció que “ningún clérigo danze, ni cante cantares seglares en misa nueva, ni en bodas, ni en [o]tro negocio público, ni esté a ver toros, ni otros espectáculos no honestos y prohibidos por derecho, so pena de cuatro pesos de minas, la mitad para la fábrica de la iglesia y la otra mitad para el acusador o denunciador”.

 

El coso capitalino de El Toreo rebosaba pletórico aquel sábado 30 de septiembre y las faenas de los primeros toreros desataron el fervor de la concurrencia. No era para menos, pero tampoco distaba de lo habitual. Y pese a que aquel 1916 era un año más de revolución, muchos espectáculos convocaban mares de espectadores y la fiesta brava continuaba siendo de los más populares, pese a la polémica entre quienes se oponían a su celebración y los que azuzaban su continuidad desde la pluma y las plazas –clandestinas o no– erigidas por todo el país, defendiendo su tradición centenaria y su despliegue como arte, más que como deporte.

 

¿Las últimas corridas?

 

Ese último día de septiembre, el espectáculo de El Toreo (ubicado donde hoy se encuentra El Palacio de Hierro de la calle Durango, en la colonia capitalina Roma Norte) tuvo dos contrastantes partes. De acuerdo con la crónica de Enrique de Llano (firmada como Rascarrabias) en El Universal, los primeros sacrificados que enardecieron a la bulla fueron unos “bueyes inmensos de La Trasquililla, ganadería respetadísima en Pungarabato [Guerrero]”. Pese a su bravura, empuje y codicia, los animales fueron finalmente sometidos por los matadores de novillos Carlos Lombardini, Marcelo León y Luis Calatrava.

En su presentación, Lombardini “le propinó dos muletazos y tras de pinchar en hueso, soltó una estocada chalequera volviendo el físico”. En su turno, León confrontó a dos astados “dignos del arado, y por tanto, nada bueno hizo de particular con el capotillo”. Calatrava, al último, “estuvo desgraciado” con el estoque, “pues necesitó de cinco pinchazos y otra puñalada trapera”; aun así, fue el único de los matadores que se llevó la ovación del respetable.

Después, el cronista comentaba maliciosamente la actuación de las toreras:

 

“Y cuando ya la noche se nos venía encima las mujeres toreras sirvieron de hazmerreír al numeroso público con sus contorsiones ridículas, desplantes reñidos con la estética y algunos revolcones de órdago. El público se “recreó” diciendo un sin fin [sic] de majaderías. Había que chotear a las desahogadas artistas (?). A “La Reverte”, que fungía de matadora no le vimos dar un solo pase y sus toretes regresaron a los chiqueros vivitos y coleando. Ya puede dedicarse esta señora a vender tacos en alguna cenaduría. […] Y de seguir invadiendo los redondeles las mujeres que no conocen el rubor, habría que asociarse en forma para pedir la supresión de las corridas de toros. ¿No es verdad?”

 

Tanto el comportamiento de los asistentes como lo dicho en la prensa después de cada fin de semana, daba rienda suelta a la polémica entre los que apoyaban dicha fiesta y los que no. Lo cierto es que, en las plazas, se estaba lejos de acallar la pasión de las muchedumbres que se daban cita para aclamar a los diestros del toreo, e incluso premiarlos con orejas y rabos o sacarlos en hombros.

No pocas plumas enaltecían tanto el despliegue de los hábiles de la muleta y el capote como a la tauromaquia mexicana; lo mismo a las ganaderías que a los empresarios. Y estaban también los que se oponían. El 7 de octubre de 1916 El Universal publicaba en su primera plana:

 

“Mucho se ha dicho […] en favor de la idea laudable de la supresión de las corridas de toros en toda la República, pero hasta hoy, desgraciadamente, parecen haber triunfado DE FACTO los que luchan y se empeñan afanosamente, en ofrecer, sin piedad, a la juventud ese espectáculo que está bien lejos de contribuir y ennoblecer los sentimientos del alma popular; […] parecen haber salido airosos ganando la partida los taurófilos porque en algunos estados de nuestro país y aquí mismo, solo se logró la prohibición temporal de las corridas y eso con verdaderas dificultades.”

 

Juárez antitaurino

 

Entre esas leyes derogadas se encontraba el decreto del presidente Benito Juárez del 28 de noviembre de 1867, que prohibía las corridas de toros en el Distrito Federal y el cual se mantuvo vigente por diecinueve años. La historiadora María del Carmen Vázquez Mantecón explica que llama la atención que la administración juarista, “en un momento tan delicado de reconstrucción de las exhaustas arcas de la nación y de la propia Ciudad de México, hubiera decidido prescindir de las nada despreciables entradas que dejaba la diversión que, desde la época colonial y a lo largo de todo el siglo XIX, ocupaba el primer lugar en las preferencias de los públicos de todas las clases y condiciones que conformaban a su variopinta y desigual sociedad”.

Quienes ejemplifican buena parte del sentir social sobre el espectáculo son el escritor español Niceto de Zamacois y el mariscal francés Élie-Frédéric Forey, quienes en tiempos de la Segunda Intervención francesa (1862-1867) se pronunciaron sobre el tema a razón de la corrida celebrada en honor de Napoleón III y de Nuestra Señora de la Asunción el 15 de agosto de 1863.

Forey asistió al espectáculo pero advirtió que ello no significaba su aprobación. En carta enviada al periódico L’Estafette de su país –publicada en México en El Pájaro Verde–, expuso que le parecía un acto bárbaro y que le sorprendía que la nación se deleitara con un evento en el que los animales murieran, al igual que las personas. “Apeló en su discurso a la necesidad que tenían las autoridades de elevar el espíritu de sus gobernados y de no educarlos ‘en el agrado de la vista y el olor a sangre’, que para él, no hacía más que infundirles el deseo de derramarla y propiciaba hábitos de homicidio”, refiere Vázquez Mantecón. Por su parte, Zamacois replicó, en el mismo El Pájaro Verde, que las corridas no eran escuelas de asesinatos y actos crueles; dos años después también expuso que las corridas mexicanas tenían cierto aire de familia y que, a diferencia de las españolas, eran más vistosas y poéticas, así como menos sangrientas.

 

“Corruptor ejemplo”

 

Para 1916, El Universal exponía que lo “lamentable y triste para México, es que hace ya la friolera de cuatro siglos que se da este corruptor ejemplo”, generación tras generación, no obstante que “es perjudicial para la educación moral del pueblo: el espectáculo habitúa los sentidos de un modo fuerte y cierto con la tragedia y con la sangre, muy especialmente a los incultos que son frenéticamente aficionados al coso”, quienes se acostumbran “ávidamente a ver morir en una forma trágica, no solo a las fieras objetos de lidia, sino también a los caballos de la pica” y a los toreros.

Lo que vendría a continuación desde las leyes complacía a los que defenestraban la fiesta, aunque persistiera la incertidumbre respecto a la firmeza de su aplicación.

 

Estocada temporal

 

Como parte de los esfuerzos por aplacar para siempre el polvo del redondel y acallar el griterío de sus aficionados, el 7 de octubre de 1916 Venustiano Carranza, en su calidad de encargado del poder Ejecutivo, suprimió el espectáculo taurino.

En su introducción, la nueva ley exponía que era deber del gobierno asegurar a los ciudadanos el goce de los derechos fundamentales, sin los que la sociedad no puede existir. Y tiene también la obligación de fomentar “aquellos usos y costumbres con los cuales se cumpla lo anterior, favoreciendo el desenvolvimiento de la personalidad humana, sea procurando la mejor adaptación de ella a las necesidades de la época, así como igualmente tiene el deber de contrariar y extirpar aquellos hábitos y tendencias que indudablemente son un obstáculo para la cultura, y que predisponen al individuo al desorden, despertando en él sentimientos antisociales”.

El discurso sumaba el espíritu de la época revolucionaria: “procurar la civilización de las masas populares”, motivando en ellas el altruismo y elevando su nivel moral. Ello quedaría trunco si subsistían “hábitos inveterados”, y la afición a las corridas de toros era considerado uno de ellos, pues provoca “sentimientos sanguinarios que por desgracia, han sido el baldón de nuestra raza a través de la historia y en los actuales momentos incentivo para las bajas pasiones”. Para finalizar, señalaba que propiciaba más miseria en los pobres, ya que al preferir “el placer del malsano momento, se quedan sin el sustento de varios días”.

El decreto siguió su marcha hasta que, tras la muerte del presidente Carranza el 21 de mayo de 1920, fue suprimido por el mandatario provisional, Adolfo de la Huerta. Fue así que, como en tiempos novohispanos y también en los de Juárez, la fiesta brava ganaba nuevamente la batalla. Y, pese a esta polémica de 1916 y a las subsecuentes, las corridas de toros han sobrevivido al vendaval de voces que se oponen a su realización.