El 15 de julio de 1867 entró a la Plaza de la Constitución de la capital del país, después de un largo peregrinar de cuatro años por varios estados de la República, un carruaje que conducía a un hombre de origen mixteco, con pómulos fuertemente pronunciados, ojos muy negros con mirada inescrutable, piel cobriza, baja estatura, manos y pies pequeños. Era don Benito Juárez, recibido por el pueblo con gran entusiasmo y, sobre todo, respeto. No era para menos, pues la derrota infringida al imperio de Maximiliano de Habsburgo dejaba a la nación libre de cualquier presión extranjera.
Tras la pérdida de Puebla en 1863 a manos de las fuerzas francesas y amenazado ante el avance del ejército invasor, el gobierno republicano durante cuatro años se trasladó a San Luis Potosí, Monterrey, Saltillo, Chihuahua y Paso del Norte (hoy Ciudad Juárez) sucesivamente. Desde esos lugares el presidente gobernó el país. La mayoría de los jefes militares, tomando en cuenta la guerra por la que atravesaba México y las facultades extraordinarias previstas por la Constitución, apoyó que Juárez siguiera ocupando el poder.
La cabeza de la República
Lo largo y difícil de la contienda provocó que ese hombre, aparentemente impasible, sufriera periodos de cansancio y hasta depresión, como él mismo declare años después: “A veces […] mi espíritu se sentía profundamente deprimido. Pero […] reaccionaba, recordando aquel verso inmortal […] ‘ninguno ha caído si uno solo permanece de pie’”.
Esta frase lo pinta de cuerpo entero: enérgico, capaz de mostrarse incólume y hasta frío en los momentos más adversos. También sabemos de la frugalidad de sus hábitos, pues hasta en las acciones más simples de la vida cotidiana (dormir, comer, descansar…) era de una austeridad y sencillez que nunca cambiaron en la guerra, en la paz, en el triunfo o ante la derrota. Esa misma actitud marcó igualmente sus relaciones familiares, ya que todos sus biógrafos y sus propios textos lo presentan como un esposo y padre amoroso pero recto y tal vez hasta severo.
A principios de 1867, en Zacatecas, a punto estuvo de caer en manos del general Miguel Miramón, quien, por haberse detenido a imponer un préstamo forzoso y alistar tropas por medio de la leva, no alcanzó a apresar al presidente, que salía por un extremo de la ciudad mientras el conservador hacía su entrada por el lado opuesto.
Finalmente, en el mismo año salieron de territorio nacional las últimas tropas francesas, dejando a Maximiliano y a sus seguidores mexicanos desamparados ante el ejército republicano. Con la rendición del desventurado príncipe austriaco en Querétaro y su fusilamiento, junto con Miguel Miramón y Tomás Mejía, el 19 de junio en el cerro de las Campanas, quedaba abierto el camino para restablecer los poderes republicanos en la capital. Fue el general Porfirio Díaz quien la ocupó, de manera que Juárez emprendió el regreso que había prometido al abandonarla en 1863. Salió de San Luis Potosí y a su paso por pueblos y ciudades fue recibido por multitudes que lo aclamaban. Llegó a Chapultepec el 13 de julio de 1867.
Fiesta en la capital
Para celebrar este acontecimiento, el día 15 Ciudad de México se engalanó, a decir del periódico liberal El Siglo Diez y Nueve, como una novia que recibe a su esposo. El Globo prefirió la metáfora de una madre que acoge la vuelta de su amado hijo. En resumen, fue, como en 1861, adornada y preparada para la entrada de un gobierno triunfador. El pueblo preparó una gran fiesta en la Alameda, hubo una función en el circo Chiarini, otra de acróbatas en la plaza de toros, y en la noche música y discursos cívicos.
Desde el camino que dejaría de llamarse de Chapultepec para convertirse en calzada Degollado (y a partir de 1872 Paseo de la Reforma) hasta Palacio Nacional había globos de colores y un sinfín de adornos; en mil letreros y pancartas se leía el nombre de Juárez. Poco después de las nueve don Benito se presentó en un carruaje abierto acompañado de los ministros Sebastián Lerdo de Tejada, Ignacio Mejía y José María Iglesias. Entró por la Puerta de Belén, siguió por el Paseo de Bucareli; más adelante la autoridad civil encabezada por el jefe político Juan José Baz y el consejo municipal provisional, presidido por Antonio Martínez de Castro, lo saludaron haciéndole entrega de la capital.
Después de varios discursos, frente a la estatua de Carlos IV, entonces en el cruce de Paseo de la Reforma y Bucareli, doce niñas vestidas de blanco ofrecieron a Juárez una corona de laurel de oro. Don Benito se detuvo ante el altar de la patria allí situado, depositó una sencilla ofrenda y continuó su camino entre el estruendo de las campanas, el ruido de los cohetes y la artillería, los vivas, las aclamaciones y la música. En una de las coronas que le regalaron se leía:
Hoy que regresan nuestros dioses lares,
Hallan entre nosotros sus altares.
Tu nombre simboliza la constancia,
Gloria a tu Patria y deshonor a Francia.
Gimió la Patria, te miró angustiada,
Te entregó su pendón y está salvada.
La frase juarista por antonomasia
En la Alameda se liberaron centenares de palomas blancas. Al llegar a Palacio Nacional, Juárez izó la bandera republicana que, según nos cuenta Manuel Rivera Cambas, tenía pintada un águila destruyendo la corona imperial. Después desfiló frente a Palacio el Ejército de Oriente y don Benito ofreció al general Díaz una espada que los miembros del ayuntamiento le habían obsequiado.
Al mediodía, el presidente Juárez y los miembros de su gabinete recibieron las felicitaciones del pueblo en los salones de Palacio Nacional. El Siglo Diez y Nueve dio cuenta del furioso aguacero que se desató en la capital. Aguacero que no impidió que los balcones de la ciudad estuvieran llenos de luces y que se celebrara el banquete que Porfirio Díaz, el jefe político y el municipio ofrecieron a Juárez en el salón de actos del Colegio Nacional de Minas.
En ese banquete hubo infinidad de brindis y discursos, sobresaliendo desde luego las palabras presidenciales y las del ministro Lerdo de Tejada. Sin embargo, poco amigo de banquetes y saraos, don Benito pronto quiso empezar a trabajar y no distraerse de sus múltiples obligaciones. De manera que, una vez en sus oficinas, escribió –o concluyó, si es que ya había iniciado su redacción– un manifiesto a la nación que contiene su más famosa frase: “El respeto al derecho ajeno es la paz”. Allí hablaba también de reconciliación e insistía en una de sus mayores obsesiones: la legalidad. Mencionaba la necesidad de convocar a elecciones, lo cual cumplió con prontitud, y declaraba que nuestra patria cerraba un proceso con el que ya había obtenido su libertad definitiva. No se equivocaba, puesto que, efectivamente, ninguna potencia extranjera volvería a ocupar el gobierno nacional.
El artículo "Recuerdos del Zócalo (IV): El triunfo de la República en 1867: un acontecimiento que captó la atención del mundo" de las autoras Isabel Tovar de Teresa y Magdalena Mas, que se publicó en Relatos e Historias en México número 108, se reprodujo íntegramente en la página web como un obsequio para nuestros lectores.