¡Todos somos migrantes!

¡Todos somos migrantes!

La Redacción

Alemanes, italianos, argentinos, japoneses, belgas, cubanos, o más recientemente balcánicos, haitianos, hondureños y venezolanos, son apenas un puñado de ciudadanos de otras latitudes que por diversas razones han migrado a nuestro país desde el siglo antepasado para residir temporal o definitivamente en él. Sin abundar en las razones de su llegada a México, quizá por todos conocido es que estas comunidades han contribuido al enriquecimiento de la cultura mexicana con el aporte de infinidad de prácticas que hasta hoy perviven.

 

Sin embargo, no siempre suele repararse en que la presencia en México de estos grupos de inmigrantes también han sido una muestra absoluta de cómo nuestra nación se ha mirado a sí misma a partir de categorías tendientes a remarcar la extranjería, como raza, etnicidad, religión o nacionalidad, algunas veces de forma despectiva y olvidando que, en el origen, nuestro país y América misma se han poblado a punta de migraciones que, por consiguiente, han propiciado diversas mezclas interétnicas. Esto último, además, es aún un factor recurrente y progresivo en la evolución de diversas sociedades en el mundo.

Pero la asimilación a las costumbres mexicanas, y en general el desarrollo de la vida en nuestro país, ha sido favorable solo para algunas de estas comunidades de inmigrantes. Franceses, alemanes, estadounidenses y británicos llegados hacia la segunda mitad del siglo XIX, por ejemplo, encontraron en México un amplio abanico de oportunidades –y políticas a modo– para emprender sus negocios, con los cuales intervinieron en la modernización del país durante el Porfiriato, sobre todo en rubros como el urbanismo, servicios básicos y comunicaciones.

Estar dentro de tales ámbitos dio a estos sectores extranjeros gran estabilidad, fortuna, acceso a las altas esferas de la política mexicana e incluso aceptación de una parte de nuestra sociedad que así remarcaba su preferencia por ellos, al punto de buscar la integración a sus círculos e incluso fusionar sus tradiciones con las propias, como ocurrió con algunas celebraciones y ritos, o al aprender nuevos oficios, como la haute cuisine francesa.

Para otros, en cambio, el tránsito por México no ha sido fácil, pues la imposición de leyes y el surgimiento de códigos que derivaron en racismo y discriminación, imposibilitaron su plena adaptación. En Sonora, por mencionar un caso, hubo más de 24,000 chinos a mediados de la década de 1920, pero entrados los cuarenta apenas rondaban los cinco mil, sin duda un descenso abrumador opuesto a la tendencia demográfica de crecimiento no solo de esta entidad tan importante durante los primeros años de la posrevolución, sino también del país.

Pese a que muchos chinos llevaban ya tiempo en Sonora porque llegaron desde finales del siglo XIX, tenían ya un profundo arraigo cultural, establecieron prósperos negocios, dominaban el idioma, conformaban familias con los locales y estaban nacionalizados, padecieron discriminación, persecución y violencia, como la emprendida por la Comisión Romero establecida por el gobierno de Porfirio Díaz en 1903, que los consideraba una amenaza, mencionando además de que no lograban integrarse a la sociedad norteña y por consiguiente poco era su aporte a esta.

Los casos de inmigrantes europeos y chinos antes referidos reflejan además el afianzamiento de calificativos como inferior y superior, o legal e ilegal, que algunos sectores de la sociedad mexicana y las autoridades han impuesto a ciertas comunidades extranjeras en varios momentos de nuestra historia, lo que deriva en comportamientos discriminatorios que degradan su calidad de vida, por lo general basados en percepciones sobre la clase social, raza, ideologías o religión, así como en parámetros de nacionalidad establecidos según la época o momento político. Asimismo, estas posturas también se han reflejado, permanentemente, ante los propios connacionales que se desplazan al interior de la República.

Quizá hoy pueda decirse que, en su tránsito por México, los migrantes e inmigrantes tienen pleno derecho a ejercer las garantías individuales que otorga la ley, quizá al igual que los emigrantes mexicanos debieran tenerlas en aquellos países adonde deciden avecindarse, pero la realidad es que, en la práctica, prevalecen constructos que remarcan posturas excluyentes que dificultan su integración, lo que permea también las relaciones entre los propios mexicanos, a pesar de que una buena parte de ellos conoce a alguien que ha migrado, es parte de alguna comunidad conformada por estos, o ha tenido que migrar temporal o definitivamente de una entidad a otra.

 

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