Negociación y resistencia de los seris

José Luis Mirafuentes

Asolados por epidemias y matanzas, para los seris la guerra del siglo XVIII fue tan extenuante que, al final, ya no eran ni la sombra del grupo que por siglos enfrentara exitosamente a las fuerzas virreinales. Quedaba solamente un puñado en un territorio cada vez más limitado, aunque no tardarían en alzarse de nuevo.

 

La primera negociación: la matanza de los pimas

La mencionada preocupación de los seris, con todo, no inhibió la aguda sagacidad que desarrollaran a lo largo de su confrontación con los españoles, pues, en lugar de permanecer pasivos, en espera de la suerte que decidieran darles los soldados, trataron de superar su falta de seguridad por distintos medios, entre los que destacaron las muestras de sometimiento y hasta de servilismo que repetidamente dieron a los españoles, si bien de manera simulada.

Por ejemplo, solicitaron quedar establecidos en las inmediaciones del cuartel de Pitic, “a un tiro de fusil” de este puesto de guardia, precisamente en las tierras que antiguamente habitaban en la misión del Pópulo de los Seris. Recordemos que en 1748 los españoles intentaron ejercer sobre ellos un control efectivo erigiendo en esa misión un presidio de 50 soldados y hasta un vecindario de colonos civiles. Ahora, en 1771, esas condiciones no habían cambiado mayormente, por lo que la solicitud de los seris, desde nuestro punto de vista, debía ser por completo fingida, motivada por el objetivo de congraciarse falsamente con los españoles.

Pero los seris todavía hicieron un intento mayor por ganarse la benevolencia de aquellos: se dirigieron al comandante del cuartel de Pitic para avisarle de la inesperada aparición en la isla Tiburón de una cuadrilla de cinco pimas altos, los cuales eran los únicos que se resistían a deponer las armas y cuya presencia en la isla tenía el propósito de incorporar a los tiburones a su banda y restablecer, de ese modo, el extinto movimiento de rebeldía. El militar les respondió: “que ya que se les había proporcionado tan buena ocasión para acreditar la buena fe de su nación, no la desperdiciasen, que él, por su parte, les daría los soldados que quisesen para irlos a matar”. Los seris, astutamente, prefirieron poner fin al problema por cuenta propia. Convinieron con los pimas la adhesión a su causa, pero cuando estos dormían “los mataron a todos y les cortaron las cabezas. Y al día siguiente las presentaron por triunfo al comandante del cuartel de Pitic, quien les dio infinitas gracias, y los agasajó y regaló como es costumbre”.

No menos ingeniosa fue otra forma con la cual los seris trataron de evitar una posible traición de los soldados. Efectuaron discretas reuniones en las que decidieron formar una comisión con el encargo de viajar a la Ciudad de México para obtener del propio virrey de Nueva España la amnistía general. Reservadamente también, hicieron partícipe del acuerdo al coronel Elizondo, quien, por su parte, no tuvo el menor reparo en aprobarlo, pero, al parecer, valiéndose a su vez de un doble discurso. Consciente de la amenaza que tanto él como sus tropas seguían representando para los seris, se mostró particularmente magnánimo con ellos, tal vez como un recurso adicional para que aceptaran de manera más resignada su sometimiento. Les hizo saber “que no tan solamente condescendía gustoso de que enviasen [a] sus embajadores al excelentísimo señor virrey, sino que tenía suma complacencia para que se cerciorasen por sí que el perdón que les había otorgado fue en virtud de la orden del excelentísimo Marqués de Croix”.

La segunda negociación: los seris ante el virrey

Los embajadores nombrados por los seris fueron Crisanto, que entonces fungía como gobernador de todo el grupo, José Antonio, Antonio y Juan Antonio. La acogida que recibieron en la corte de México no pudo menos que impresionarlos. Fueron recibidos personalmente por el virrey marqués de Croix y por el entonces visitador general de Nueva España, don José de Gálvez. Las distinciones que ambos procuraron a los diputados seris, sin embargo, no pararon allí, pues los obsequiaron con generosidad antes de tratar con ellos el objetivo de su visita. Una vez que este quedó debidamente expuesto,

“les acordó el excelentísimo señor virrey el perdón general firmado de su mano y sellado con el sello de sus armas. Les otorgó igualmente el establecimiento en el paraje que deseaban, a cuyo fin había pasado de antemano sus oficios al coronel [Elizondo] con el fin de que estuviesen con sujeción en la inmediación del presidio. Igualmente les dio una medalla de plata del tamaño de un peso con la efigie del soberano; [una] para el citado gobernador Crisanto, otra para José Antonio, nombrado capitán a Guerra y otra para el gobernador de los sibubapas.”

Estas atenciones del marqués de Croix no eran muy diferentes a las observadas en Sonora por el coronel Elizondo. Más precisamente, estaban en consonancia con la máxima entonces en boga de “el pan y el palo para mantener al indio sujeto” porque, al día siguiente, el virrey invitó a los embajadores seris a presenciar una parada militar con motivo de la celebración de Corpus Christi. En el curso del desfile les hizo saber lo siguiente: “Cuán fácil es enviar a esta tropa así como a otras más que hay en otras ciudades y pueblos y [a] la multitud de gentes que han visto obedeciendo y subordinadas, a acabar de una vez con los rebeldes, y que el no haberlo hecho con ellos ha sido porque la piedad de S. M. quiere se conserven y sean felices”.

Antes de partir, según el virrey, los seris ratificaron “la obediencia prometida” a nombre de toda su nación y de la de sus antiguos aliados.

La obstinada resistencia

Pero las amenazas explícitas del virrey de hacer uso de la fuerza para reprimir la deslealtad e insubordinación de los indios sometidos no calaron muy hondo en los seris. Por el contrario, en cuanto se vieron finalmente a salvo de la inseguridad que los afligía, no dudaron en dar marcha atrás a lo prometido al marqués de Croix.

En relativo poco tiempo, en efecto, empezaron a desertar de los pueblos de misión y sus repetidas manifestaciones antiespañolas, en defensa de sus formas tradicionales de vida, desembocaron en una nueva rebelión en 1777. Hasta tal punto despertaron la inquietud de las autoridades regionales que en 1780 el gobernador e intendente de Sonora y Sinaloa, Pedro Corbalán, insistió en la recomendación hecha por el comandante general de las Provincias Internas, Teodoro de Croix, en el sentido de que los seris fueran deportados a La Habana o a otras tierras ultramarinas porque estaba más que convencido de que a esa “obstinada nación” no se la podía tener segura “en ninguna parte del continente”.

 

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