En México muchas son las ciudades cuya cualidad principal es su espectacular naturaleza o su diversidad cultural, y así lo consagra también su epíteto, siempre adulador. Desde las ciudades y pueblos que destacan por sus especies vegetales o animales, como la Ciudad de las Rosas, la de las Gardenias, la de la Eterna Primavera, la Ciudad Jardín o la Isla de las Golondrinas, las cuales nombran a Guadalajara, la nayarita Acaponeta, Cuernavaca, la sonorense Empalme y Cozumel, respectivamente, hasta aquellas que resaltan alguna tradición cultural, como el Relicario Virreinal, San Luis Potosí; la Ciudad de las Cajetas, que nombra a Celaya, o la Capital Mundial del Sarape, para referirse a Saltillo.
Desde luego, sería imposible abundar en todas ellas en este breve recuento, así que en esta ocasión solamente hablaremos de una.
Catemaco a la suiza
Era su espectacular verdor salpicado del vivo color de las flores, sus cristalinos y apacibles lagos, su cálido ambiente en diferentes épocas del año… y desde luego la hospitalidad de buena parte de su gente lo que cautivó a infinidad de viajeros que por ahí pasaron durante el siglo XIX. Para Ashbel K. Shepard, Catemaco era simplemente “el más hermoso de los pueblos” veracruzanos que podían conocerse después de haber desembarcado en el golfo de México; además, estaba ubicado en “una de las regiones más pintorescas del mundo”.
En su libro Papers on Spanish America, publicado en 1868, Shepard hacía notar que el paisaje era una parte activa en la cotidianidad de sus moradores, quienes aprovechaban sus apacibles condiciones para llevar a cabo su vida diaria. Pero alguien de fuera debía sortear dificultades para llegar y por fin contemplar tal esplendor. Así, tenía que confrontar las más peligrosas aventuras: escalar montañas, nadar ríos y cruzar torrentes, sobre los cuales colgaban “los peores puentes de hamacas”. Después de días de la más dura cabalgata, “de repente, en medio del bosque, llega a un pedacito de ese viejo camino pavimentado que recuerda la civilización que tuvo apenas unas décadas antes”, cuando aún era Nueva España.
“Después de trotar rápidamente durante una hora, toma una curva que le permite contemplar este hermoso paisaje tropical: un pequeño lago rodeado de picos montañosos y, en sus orillas, un pueblo de chozas con techo de palma y casas con techos de tejas, en medio de plantaciones de cocos y cafés. […] Sobre las aguas del lago se deslizan las canoas de los pescadores indios; y en conjunto, la escena es de esas que causan una impresión que durará toda la vida, y cuyo recuerdo vale todas las penalidades que cuesta”.
De igual forma, Alexander von Humboldt quedó maravillado cuando pasó por ahí, aunque él había desembarcado en el océano Pacífico. Fue tal el encanto que le causó, que a él ha sido atribuido el apodo de la Suiza Veracruzana dado a Catemaco. Sobre Veracruz en particular, se sabe que estuvo apenas algunas semanas de enero y febrero de 1804, aunque fue tiempo suficiente para levantar sesudos apuntes y dibujar posteriormente parte de lo visto, como el espectacular Pico de Orizaba cubierto de nieve. De ahí que su paso por Catemaco pudo ser quizá una parada obligada.
Shepard y Humboldt no han sido, desde luego, los únicos en revelar las cualidades de las ciudades mexicanas, ni tampoco sus complejidades sociales, ya que en esta y anteriores épocas han sido un referente de belleza y esplendor entre los viajeros que, a partir de comparar sus características, explicaban las espectaculares cualidades naturales y culturales de los lugares que iban encontrando en su tránsito por el llamado Nuevo Mundo.
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