Las rebeliones de los seris en el siglo XVIII

José Luis Mirafuentes

“Ya no creemos en Dios, ni en el rey”

 

La creciente actitud antiespañola de los seris no dejó de llamar la atención del misionero del Pópulo, que se expresó de ellos de la manera siguiente: “no están estos naturales como estaban en años pasados. Hállanse más expertos y astutos, y ya no es tiempo, según me parece, en que con un solo recado de un señor cabo militar solían bajar casi todos a rendir la obediencia”. Esta observación del religioso no estaba del todo desencaminada, aunque ya por entonces los seris empezaban a superar las limitaciones propias de la mera inobediencia para dar paso a manifestaciones de resistencia más amplias y organizadas, dirigidas básicamente a reparar los agravios cometidos en su contra por los colonos españoles establecidos en la zona, pero que necesariamente implicaban un desafío para la dominación colonial en la región.

En 1725, en efecto, se levantaron en armas en venganza por la muerte dada por un grupo de vecinos a tres de sus connaturales que huían con ganado robado del valle de Opodepe. Luego de matar a alrededor de 30 españoles del mismo valle, pusieron en desbandada a los pocos colonos que salieron en su persecución, para después, en una clara posición de fuerza, imponerles el reconocimiento de su autonomía local. Esta confrontación marcó el inicio de las relaciones conflictivas de los seris con los españoles.

En 1730 volvieron a sublevarse y de nueva cuenta lo hicieron en 1735. En esta última ocasión establecieron un convenio de paz directamente con las autoridades regionales, las cuales, tal vez a causa de las limitaciones defensivas de Sonora antes señaladas, les concedieron, una vez más, un alto grado de autonomía.

En esta condición se mantuvieron hasta 1742, año en que el nuevo gobernador de Sonora y Sinaloa, Agustín de Vildósola, se hizo cargo de su sometimiento. Con tal cometido, llevaba instrucciones precisas: debía fundar un presidio de 50 soldados en el puesto de Pitic, a 20 leguas de la misión del Pópulo, así como un vecindario de españoles. Vildósola, no obstante, únicamente realizó la fundación del presidio, aunque tan solo para servirse de buena parte de sus soldados en beneficio de sus negocios particulares. De modo que se limitó a mantener relaciones pacíficas y hasta amistosas con los seris.

Así los gobernó hasta 1748, fecha en que fue destituido. En cuanto a los seris, creemos probable que esperaran que las relaciones cordiales mantenidas con los españoles durante los últimos 13 años no solo no cambiaran, sino que permanecieran constantes. Estas posibles expectativas, sin embargo, las verían por completo frustradas.

En el mismo año de 1748, en sustitución de Vildósola se ocupó del gobierno de Sonora y Sinaloa el visitador de estas provincias, José Rafael Rodríguez Gallardo. Este, del mismo modo que su antecesor, llevaba la comisión de poner finalmente bajo control a los seris, y se dio a la tarea de cumplir dicho encargo a cabalidad. Así, trasladó a la propia misión del Pópulo el presidio de Pitic y terminó estableciendo también en sus pueblos el vecindario de españoles encomendado a Vildósola. Estas medidas, además de suponer la vigilancia estrecha y sostenida de los seris, implicaron el despojo de buena parte de las tierras que estos debían tener ya como suyas, así como la prohibición de sus actividades tradicionales de caza, pesca y recolección, que combinaban con el cultivo agrícola y ganadero en los pueblos de misión.

En rechazo a esta reforma a su modo de vida, los seris se levantaron en armas y, tras dos años de guerra con los españoles, terminaron aceptando los ofrecimientos de paz que les hizo el entonces gobernador de Sonora y Sinaloa, Diego Ortiz Parrilla. Este, sin embargo, los mandó prender y deportar. Los que lograron darse a la fuga, que fueron la mayoría, reanudaron su levantamiento, aunque no pocos optaron por establecerse pacíficamente en su antiguo territorio, si bien reivindicando su independencia de las autoridades regionales.

En 1755, el nuevo gobernador de Sonora y Sinaloa, Juan de Mendoza, los conminó a someterse, pero, según él mismo, los seris le respondieron:

“que no se cansase en pretender sujetarlos a la obediencia del rey ni a los ministros o curas, porque en ninguna manera conseguiría su reducción a pueblo, que ellos viven en sus tierras y en ellas querían estar. Que no harían daño a los nuestros, pero que si les buscaban usarían de la defensa, para la que estaban prevenidos.”

Los seris rechazaron hasta catorce embajadas del gobernador Mendoza, por lo que este, irritado,

“atacó [sus] rancherías de Bacoachi y mató como [a] cien personas; pocos hombres, algunas mujeres y los más niños, pues [ordenó que] no se reservase ni [a] los párvulos. En vista de este cruel lance cuan funesto suceso, luego que los indios ganaron la mayor altura del cerro, exclamaron diciendo: ya no creemos en Dios, [ni] en el rey, ni en los gobernadores porque se acabó la buena fe y el creer en la paz, y así, de aquí [en adelante] no queremos sino matar y que nos maten.”

 

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