Las capellanías de misas

Entre salvar almas y sufragar vidas

Gisela von Wobeser

 

En la época virreinal, la mayoría de los hombres y mujeres con posibilidades económicas fundaba una o más capellanías de misas durante sus vidas o las disponía mediante testamento, para reducir el tiempo de estancia en el purgatorio. Estas donaciones generalmente mermaban de manera considerable su patrimonio o el de sus herederos, a la vez que beneficiaba a los sacerdotes o instituciones eclesiásticas titulares de ellas.

Las capellanías de misas consistían en celebrar un número determinado de misas anuales en una capilla, iglesia o altar, afectando para su sostenimiento las rentas de los bienes destinados a la fundación, generalmente dinero en efectivo o la imposición de un gravamen sobre una propiedad del fundador.

Los fundadores generalmente establecían las capellanías para sus propias almas y era frecuente que incluyeran entre los beneficiarios a sus cónyuges, sus padres y/o sus hijos. La Iglesia sostenía que, antes de poder acceder al cielo, la gran mayoría de las personas (incluso los sacerdotes, papas, monjas y niños) debía pasar algún tiempo en el purgatorio para purificarse de los pecados veniales con los que habían muerto y satisfacer penitencias no absueltas en vida.

Esto infundía pavor a los fieles, ya que el purgatorio se concebía como una antesala del infierno. Allí las almas –frecuentemente llamadas ánimas– eran sometidas a penalidades físicas y mentales, ocasionadas por el permanente fuego que se creía había allí. La Iglesia predicaba que las ánimas no podían mejorar sus condiciones por sí mismas, ni acelerar su salvación, pero que los fieles de la Tierra podían ayudarlas mediante sufragios.

Los sufragios consistían en: donaciones de bienes o de dinero a instituciones eclesiásticas, rezos, penitencias y celebración de misas. Como las misas eran el principal acto litúrgico de la Iglesia católica y había una gran esperanza en su capacidad redentora, los fieles trataban de garantizar que se rezara el mayor número de ellas por sus almas. Las personas de escasos recursos se afiliaban a cofradías para que sus compañeros rezaran en ellas por sus almas a la hora de su muerte, y, quienes tenían la posibilidad económica, contrataban misas individuales durante sus funerales y fundaban capellanías de misas.

Proceso de fundación
La fundación de una capellanía de misas se realizaba mediante un convenio escrito, firmado ante un notario, lo que podía hacerse en vida o disponerse mediante una cláusula testamentaria, en cuyo caso las instituían los albaceas. En el convenio se establecían los términos de la fundación: se nombraba a los beneficiarios de las misas; se designaba al capellán y al patrono; se definía el monto de la fundación; se determinaba el número y circunstancias de misas a decir y las reglas de sucesión para los capellanes y los patronos.

El monto mediante el cual se instituía una capellanía dependía de la capacidad económica del fundador. Las cantidades más comunes eran 2,000 o 3,000 pesos, que producían rentas de 100 y 150 pesos anuales. En muy pocos casos se establecieron capellanías por menos de 1,000 pesos, ya que se consideraba que los réditos serían insuficientes para mantener a una persona.

Pero también hubo fundaciones en que los montos eran más altos, de 4,000 o 5,000 pesos. Casos excepcionales fueron las capellanías que fundaron el famoso minero José de la Borda, por 60,000 pesos, para su hijo, y el conde de Jala, para sí mismo, cuando enviudó y se dedicó al sacerdocio, por 200,000 pesos. Generalmente existía cierta proporción entre el monto donado y el número de las misas a las que estaba obligado el capellán. Por ejemplo, la capellanía fundada por doña Leonor de Castro en 1789, por 6,000 pesos, obligaba al rezo de 200 misas anuales; como los capellanes recibían 300 pesos al año, había un superávit de 100 pesos anuales (33%).

Pero había casos en los que la renta era significativa y el número de misas reducido, como en la fundada en 1673 por María de Morales, una vecina de la Ciudad de México. El monto era de 2,000 pesos, lo que implicaba una renta anual de 100 pesos y el número de misas, de 25 (75%). Probablemente las condiciones favorables de esta fundación se debieron a que el capellán beneficiado fue el hijo de su difunto esposo Juan Baptista Manzano y, después de este, sus descendientes o familiares más cercanos, con privilegio de la línea masculina sobre la femenina. El patronato lo adjudicó a sí misma y después de su muerte a su hermano Bernardo de Morales. Asimismo, hubo fundaciones que obligaban a un gran número de misas con una renta modesta.

Contrato, funciones y administración
En el convenio se especificaban los medios de pago mediante los cuales se financiaría la fundación, que podían ser dinero en efectivo, bienes raíces o la asunción de una deuda, que era la forma más común, puesto que el dinero líquido era un bien escaso. En el caso de que se fundara mediante crédito, se establecía una hipoteca sobre un bien raíz, propiedad del fundador.

Esta obligaba a los propietarios del bien hipotecado (que en la mayoría de los casos eran los descendientes de los fundadores) al pago anual del 5% de réditos. En el contrato se determinaba la persona sobre la que recaía el cargo de primer capellán, por lo general, algún miembro de la familia o una institución eclesiástica. Luego se establecían las obligaciones del capellán: el número de misas anuales que debía decir; el lugar donde debía oficiarlas y, en algunos casos, se imponía la obligación de fomentar el culto de un santo, o de una advocación de la Virgen o de Cristo. También se especificaban los requisitos para la sucesión de capellanes, que igualmente solía privilegiar a los descendientes del fundador. 

La función de los patronos era vigilar el buen desarrollo material y espiritual de la capellanía, así como designar a un nuevo capellán ante la muerte o renuncia del que estaba en turno. Cuando las capellanías se fundaban en vida, el fundador o fundadora solían designarse como primer patrono. En cuanto a la sucesión de este cargo, generalmente se privilegiaba a los descendientes, con preferencia a los varones sobre las mujeres.

Una vez firmado el convenio, el cumplimiento de los derechos y obligaciones establecidos en él eran ineludibles, aunque implicaran la ruina de una familia. Muchos fundadores hipotecaban excesivamente las propiedades, ante el mencionado pavor de pasar largas temporadas en el purgatorio. Así, era frecuente que a la muerte de los fundadores los herederos se vieran forzados a rematar los bienes de sus padres por las numerosas deudas con que cargaban. Muchas casas habitacionales, negocios y propiedades rurales cayeron por medio de esta vía en manos de instituciones eclesiásticas.

Cada diócesis contaba con una oficina administrativa, denominada Juzgado de Testamentos, Capellanías y Obras Pías, encargada de supervisar que las fundaciones establecidas mediante testamento se llevaran a la práctica por parte de los albaceas, que los sacerdotes cumplieran con las obligaciones que implicaba su nombramiento y que, a la muerte de un capellán, el patrono o patrona eligiera un sustituto. Asimismo, ante la pérdida de una parte del capital, y por ende de la disminución de la renta de una capellanía, tenía la facultad de ajustar el número de misas a las que estaba obligado el capellán titular y, ante la pérdida total del capital, determinar su extinción.

En el caso de que las capellanías se fundaran en un convento, no se nombraba a personas específicas como capellanes y patronos, sino que los miembros de la orden adquirían la responsabilidad de celebrar las misas, mientras que las funciones administrativas recaían en los titulares de las instituciones, sin intervención de los mencionados Juzgados de Testamentos, Capellanías y Obras Pías.

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