La criminalización de la juventud

Marco A. Villa

 

Usos y abusos de una práctica cotidiana en México

 

En el ordenado universo adultocrático y ante la postura moralizante de diversos sectores sociales por lo general abanderados por la religión, las buenas maneras y el consumo de hábitos dirigidos a la apropiación de una conducta o moda conveniente, los jóvenes han pecado por décadas de eso: ser jóvenes. Muchos han de recordar, por ejemplo, aquellos anuncios de empleo en la década de los noventa que advertían a los pasantes y egresados del Poli o la UNAM que no se postularan, o las noticias que daban cuenta de cómo los punks, los chavos banda o algún otro grupo categorizado dentro de la contracultura eran objeto de tropelías cometidas por las autoridades tan solo por su forma de ser y vestir.

El siglo XX mexicano ha dejado un largo y variopinto anecdotario de confrontaciones entre estas dos caras de la moneda y las mencionadas antes son apenas una muestra. Por su parte, la sociedad, más que decantarse por un ganador, ha visto surgir toda clase de expresiones que han avivado esta disputa que hasta hoy está lejos de extinguirse. En medio, la generación de estereotipos que criminalizan a la juventud, sobre todo a la de escasos recursos y oportunidades, sigue motivando los usos y abusos en la convivencia cotidiana.

La administración nacional también ha puesto de su parte. Para el Estado mexicano, la atención a este sector por la vía de las políticas públicas comenzó a gestarse en la posrevolución, en los últimos años del gobierno cardenista. El sociólogo Héctor Castillo las inscribe en cuatro lineamientos básicos: “mantener a los jóvenes ocupados y entretenerlos creativamente (capacitación, promoción, uso del tiempo libre); llevar un control social de los jóvenes movilizados (cooptación de grupos de líderes de izquierda, guerrilleros, pandillas, bandas y todos los que representen un peligro real o potencial); la captación política (incorporarlos al partido oficial y a la dirección política de diversos frentes y movimientos sociales); y la institucionalización de los apoyos (programas de combate a la pobreza, de inserción laboral para excluidos, de prevención del delito, contra la farmacodependencia, de educación abierta, etcétera)”. Evidente es que con ello pretendía lo que quizá por naturaleza es imposible: controlarlos.

Como evidencia de lo anterior, muchos han sido los planes y decretos que han intentado promover su inclusión y así deslindarse de los estigmas que la sociedad promueve –y ha hecho inherentes– contra los jóvenes. Sin embargo, no solo se han quedado cortos, sino que en ocasiones se han mostrado intolerables ante las modas, tendencias y manifestaciones propias de cada generación juvenil; como las pelonas de los años veinte, el jipismo sesentero o las tribus urbanas posteriores.

De igual forma, sociedad y Estado han pronunciado un discurso condenatorio con el que los califican de vándalos, delincuentes y más, respaldados por algunas voces conservadoras y hasta las propias leyes que, en sus casos más visibles, quedó demostrado en la década de los ochenta con la arbitraria aplicación del artículo 164 del Código Penal federal, el cual establecía que sería delincuente el que “forme parte de una asociación o banda de tres o más personas con el propósito de delinquir”; desde luego, su aplicación arbitraria llevó a muchos chavos banda tras los barrotes. Y ni qué decir del 145, correspondiente al delito de disolución social, con el que se confinó a prisión a cientos de jóvenes que mostraron su descontento contra el sistema en las décadas anteriores.

Pero si hubo algo que potencializó su estigmatización como criminales, fue su exposición en películas y programas que los exhibían como individuos de cuidado en tanto que eran propensos a ejercer la violencia, conformar pandillas, capaces de robar y matar. A la vez, estos mismos canales mostraban el abc ideal sobre las formas en que había que ser rebelde y de paso mostrar su “rechazo social, su rebeldía, su insatisfacción adolescente o su inconformidad con el sistema”, como apunta Berthier. Desde luego que el “sexo, drogas y rocanrol” promovido así mucho distó del que se gestó en las calles y que incluso alcanzó su cenit en distintos momentos coyunturales de la historia del país durante el siglo pasado, como el caso del movimiento estudiantil del 68.

Si bien es cierto que los estigmas y la criminalización contra los jóvenes siguen siendo motivo de debate y disputa entre las partes involucradas, o que el ejercicio de la violencia y la delincuencia no excluyen a chicos y chicas, o que las políticas públicas tampoco alejarán a gruesas poblaciones de la marginación, la pobreza, la drogadicción y la falta de oportunidades, cada vez hay más vías para visibilizar las dimensiones actuales de este asunto. Nos queda preguntarnos si quizá alguna vez dejará de ser o solo renovará sus formas de expresarse.

 

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