Aparece la marihuana… y su criminalización

José Domingo Schievenini

 

Por décadas, fumar cannabis o ingerirla en brebajes o como ingrediente de distintos alimentos fue una práctica habitual en ciertas localidades mexicanas, manteniéndose ajena a estigmatizaciones sociales que condenaran su consumo. Sin embargo, durante el siglo XIX se propagó el desprestigio del cannabis y se popularizó el término marihuano para nombrar de forma despectiva a los fumadores de esa hierba que pertenecían a los sectores sociales bajos.

 

En 1838 fue fundada la Academia de Farmacia, cuyo principal objetivo fue elaborar la primera Farmacopea mexicana, publicada en 1846. Esta fue la culminación de varios esfuerzos que buscaron mapear el patrimonio botánico de la nación independiente que entonces emergía. Así, el registro más antiguo de la palabra mariguana (así, con g) proviene de esta obra.

En ella podríamos situar, desde una perspectiva estrictamente lingüística, el inicio de la historia de la marihuana en México. En la sección de “Medicinas elementales más comunes” se mencionan tanto la “Cannabis índica (Rosa María, cáñamo del país, mariguana)”, como la “Cannabis sativa (cáñamo)”. A ambas especies del género botánico cannabis se les atribuían propiedades narcóticas. El cannabis, introducido tres siglos antes en forma de “cáñamo”, parecía haberse enraizado en varias prácticas culturales del México independiente.

A partir de la Farmacopea y conforme avanzaba la segunda mitad del siglo XIX, las referencias relacionadas particularmente con la marihuana comienzan a ser abundantes. Dentro del sector médico se empieza a analizar el uso “narcótico” y “alucinógeno” de la planta, y en la prensa se acentuaba su consumo –fumado dentro de las clases populares en general y los sectores marginales en particular. En esta última también se afirmaba que la marihuana causaba locura y que sus usuarios se convertían en individuos violentos y peligrosos.

El registro hemerográfico más antiguo de esta caracterización negativa se halla en el diario El Republicano. La nota en cuestión fue publicada el mismo año en que la palabra marihuana fue mencionada en la primer Farmacopea mexicana de 1846 y en ella, si bien no se habla del consumo fumado, si se explicita que su uso podía enajenar a las personas que la usaran. No obstante ese registro, su consumo fumado quizá comenzó en México en algún punto del siglo XVIII, tal vez antes. Por esto, puede afirmarse que la popularización del uso psicoactivo o “narcótico” de la planta no fue un fenómeno surgido espontáneamente en la segunda mitad del siglo XIX, sino que, más bien, fue parte de un proceso originado con al menos tres siglos de anterioridad.

Tras las primeras referencias que documentan el uso del término marihuana, el registro más antiguo sobre el acto de fumar cannabis en México data de 1853, dentro de las Lecciones de farmacología, de Leonardo Oliva, donde se señala que “algunos mexicanos fumaban las hojas de la planta, buscando intoxicación e ilusiones sin las irritaciones gástricas y otros efectos negativos de las bebidas alcohólicas”.

 

Miedos y preocupaciones por el “vicio”

Un poco más adelante, en 1874, la Sociedad Farmacéutica Mexicana publicaría una nueva Farmacopea mexicana. La Comisión de Farmacopea de esa sociedad, conformada por eminentes científicos de la época, fue la encargada de actualizarla. Al igual que en la versión de 1846, se diferenció al cáñamo de la marihuana. Al primero se le identificó botánicamente como Cannabis sativa, y la marihuana, por su parte, fue identificada como Cannabis índica. Se especificó que en territorio mexicano ambas gozaban de distintos usos terapéuticos, pero también que, en el caso de la Cannabis índica, tenía propiedades “narcóticas”, señalamiento que aparecería en las subsecuentes ediciones de esta obra, en 1884 y 1896.

Resalta que en estas ediciones se seguía juzgando con tono neutral las propiedades “narcóticas” de la marihuana. Es decir, se sabía que la planta producía efectos mentales, psicoactivos, en sus consumidores, pero al menos en el núcleo duro de la farmacéutica nacional aún no se estigmatizaba esa característica de la planta. El estigma emanaba, más bien, de otros gremios, como la prensa y algunos gobernantes, que ya consideraban el acto de fumar marihuana como un “vicio” peligroso. Miedos y preocupaciones que comenzaban a ser avalados, de manera excepcional, por ciertas voces en el ámbito médico. Y a pesar de que se consideraba que el cannabis era un medicamento, no todos en el mundo científico percibían a la marihuana con neutralidad farmacológica.

En 1886 el estudiante de medicina Genaro Pérez concluyó en su tesis La marihuana. Breve estudio sobre esta especie –investigación pionera en México– que, si bien esta especie gozaba de diversos usos terapéuticos (para paliar trastornos de estómago, dolor de cabeza y asma; en emulsión de semillas para la irritación de las vías urinarias, galactorrea y para curar la blenorragia, así como el extracto de canabina para la neurosis y la enajenación mental, y el aceite para uso tópico en caso de hemorroides), también podía provocar trastornos mentales identificados por “alucinaciones”. Si bien se aplaudían ciertos usos médicos; también se precavía a la población por sus propiedades psicoactivas, que en ciertos casos llegaban a ser alucina torias. Desde entonces, el contraste de la evidencia sobre los efectos de la marihuana comenzaba a actualizar la complejidad neurofisiológica que ha caracterizado a esta planta, la cual paulatinamente devendría en un dilema no solo científico, sino también cultural, sobre su percepción médica, legal y social.

Muchas de las observaciones plasmadas en la investigación de Genaro Pérez provenían de experiencias dentro del Hospital Militar y en el de San Hipólito, donde se realizaron entrevistas a varios individuos que consumían marihuana. En sus registros, el eventual médico llamó “viciosos” a varios de los entrevistados, a los cuales en ocasiones incluso les suministró grandes cantidades de marihuana para así poder observar su comportamiento y anotar los efectos por fumarla. Como decíamos, concluyó que el consumo de esta especie –a pesar de sus beneficios terapéuticos– podía desencadenar patologías alucinatorias enmarcadas en el espectro de lo que él llamó “lipemanía por abuso de marihuana”. Este sería el primer registro donde podemos observar cómo el consumo de esta planta comienza a ser insertado dentro de la patología de las “toxicomanías”.

Un trastorno que, en el caso del consumo de marihuana se diagnosticaría, más que por síntomas de adicción o dependencia física, por ciertos trastornos mentales. Los marihuanos diagnosticados como toxicómanos eran en su mayoría soldados y presos, quienes además estaban condicionados por los potenciales riesgos que implica el consumo de altas dosis de la planta. En el texto de Pérez se afirma que a ellos se les suministraban hasta siete cigarros en un tiempo reducido, con el objeto de analizar los efectos que esto provocaba en sus organismos. Digamos que se trataban de estudios clínicos sesgados para obtener resultados que avalaran lo que afirmaba la prensa y que justificaba la intención de varios gobiernos locales que en México ya querían prohibir esa planta por su supuesta condición indígena y marginal que provocaba locura y enajenación.

En ese contexto, a Genero Pérez le intrigaba si el “marihuanismo” o la “lipemanía por abuso de marihuana” podía inducir a la comisión de delitos, y “si el marihuano (como se llama en el vulgo a quien fuma habitualmente esta planta)” debía ser considerado responsable penalmente por sus acciones. Concluye que siendo una planta con un origen “indígena de México” y por lo tanto tan abundante en este territorio, era necesario tomar medidas represivas, como las que comenzaban a aparecer en ciertos estados de la República. El autor aplaudía en particular la prohibición que se promulgó en el estado de Oaxaca en 1882, con Porfirio Díaz en la gubernatura, la cual se sumó a una tendencia marcada por gobiernos estatales y municipales por prohibirla. Eran medidas que se daban a pesar de los usos medicinales reconocidos no solo por la Sociedad Farmacéutica de México, sino también por los códigos de salubridad promulgados durante el Porfiriato.

La tensión entre los discursos y los saberes alrededor de la marihuana ya era más que evidente.