Antonin Artaud: el místico surrealista

Ricardo Lugo Viñas

En el corazón de la inmensa Sierra Tarahumara, a una semana de camino, se esconde un valioso secreto, una mágica y magnética cultura que conserva rituales y prístinos saberes. Un animoso y obsesivo hombre ha venido desde el otro lado del mundo, atraído casi como los fragmentos a su imán, para conocer y participar de cerca de aquellos ritos. Su nombre: Antonin Artaud.

 

El corazón de la montaña

Sisoguichi, Sierra Tarahumara, Chihuahua, 1936. El día es frío y claro. Al fondo del horizonte, boscosas montañas recortadas por arrecifes de nubes. El rumor del viento es todo lo que se escucha en aquel territorio. Dos hombres a caballo emprenden el viaje. Son los primeros días de septiembre. En el corazón de la inmensa Sierra, a una semana de camino, se esconde un valioso secreto, una mágica y magnética cultura que conserva rituales y prístinos saberes. Un animoso y obsesivo hombre ha venido desde el otro lado del mundo, atraído casi como los fragmentos a su imán, para conocer y participar de cerca de aquellos ritos. Su nombre: Antonin Artaud.

A mediados de agosto de ese año, luego de pasar casi siete meses en la Ciudad de México –tiempo en que dictó una serie de conferencias–, Artaud finalmente pudo emprender el periplo más esperado de su vida: el “Viaje al país de los Tarahumaras”. Durante su estancia en la capital logró resolver su viaje a la Sierra de Chihuahua, por lo menos desde el punto de vista legal y económico.

Gracias a su insistente participación en la prensa nacional y el apoyo de amigos como José Gorostiza y Samuel Ramos, Artaud logró que el Departamento de Bellas Artes de la Secretaría de Educación Pública le otorgara una “beca” para investigar la vida cotidiana y la cultura de los tarahumaras (que como sabemos se llaman a sí mismos rarámuris). Además, gracias a los buenos oficios de Jaime Torres Bodet y el embajador de Francia en México, Henri Goiran, obtuvo un salvoconducto para que las autoridades mexicanas, particularmente las del estado de Chihuahua, le facilitaran el libre tránsito y le permitieran hospedarse en las escuelas de los pueblos.

Las raíces de un México profundo

A mediados de agosto de 1936, Artaud abordó un tren con destino a Chihuahua. Nuevamente, Torres Bodet fue su anfitrión. Lo acompañó hasta la estación de Buenavista para despedirlo. Desde ahí, Artaud viajará por varios días hasta arribar a la capital del estado. Luego continuará hasta el Pueblo de Bocoyna, que es la estación de ferrocarril más cercana a la comunidad de Sisoguichi, puerta de entrada a la región tarahumara.

En Sisoguichi conoce al que será su guía: don Lupe Loya. Ambos parten con la intención de llegar al “escarpado y rudo” poblado de Norogachi, verdadero corazón de la Sierra. No es casual que Artaud pretenda arribar a Norogachi, ha tenido bastante tiempo para informarse con antropólogos mexicanos que en general coinciden que en aquel poblado “se halla el tipo clásico de los tarahumaras”.

Artaud y don Lupe van a caballo. Durante una ardua y compleja semana cruzan valles, dehesas, escarpados, bosques tupidos de encinos, veredas empalizadas, ríos y cascadas. No obstante lo incomodo del viaje, Artaud se maravilla con la naturaleza de la Sierra. De esta primera experiencia nacerá un texto titulado “La montaña de los signos”, que será publicado un mes después en el periódico El Nacional. En el escribe: “La Naturaleza ha querido hablar a lo largo de toda la extensión geográfica de una raza”.

Pernoctan en escuelas, iglesias o en casas de las comunidades. De aquí vienen sus primeros encuentros con los “indios” que tanto ha imaginado, y hasta cierto punto idealizado. También recibe las primeras noticias del llamado “rito del peyote”. Primero, al hospedarse en la casa de una joven pareja, recientemente casados. Artaud escribe: “el marido era un adepto de dicho rito [del peyote] y, al parecer, conocía muchos de sus secretos. De él recibí maravillosas explicaciones y aclaraciones muy precisas sobre la forma en que el peyote, en el trayecto completo del yo nervioso, resucita el recuerdo de esas verdades soberanas”.

Es difícil saber con exactitud cuánto de español entendía Artaud y cómo es que se comunicaba con los rarámuris. Desde luego su guía, don Lupe, jugó en ello un papel importante. Además, hay que considerar, como se vio, que Artaud llevaba casi siete meses en México y que para entonces muy probablemente entendía bastante bien el idioma.

La otra experiencia fue menos gozosa pero muy ilustrativa. Tiene que ver con su encuentro con el director de una de las escuelas donde Artaud se hospedó. Con él sostuvo una acalorada discrepancia. El director, que era “mestizo” y además fungía como autoridad en la región, era partidario de prohibir el consumo y el cultivo del peyote entre los habitantes. “[Con él] sostuve una conversación muy larga […]. Dicha conversación tuvo momentos animados, penosos y repugnantes”, apuntó Artaud. Desde luego, para el poeta y actor “el peyote [era] un principio magnético y alquímico maravilloso”.

 

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Antonin Artaud: el místico surrealista excomulgado