“¿Qué noviazgo puede ser duradero entre campanadas centrífugas y silbatos febriles?”, expresó el poeta jerezano Ramón López Velarde en su poema “No me condenes”, sobre “su novia muy pobre” que vivía “en un suburbio contiguo a la estación de los ferrocarriles”. Esta pudo ser una historia entre tantas que ocurrían en las inmediaciones de las estaciones del ferrocarril que poco a poco fueron colmando el Distrito Federal desde la segunda mitad del siglo XIX, al calor del crecimiento urbano y la necesaria movilidad entre las diversas ciudades y pueblos por donde quedaron tendidos los millones de durmientes que atravesaban el país, desde el golfo de México hasta el Pacífico, y desde el sur de la República hasta Ciudad Juárez.
Así también, el intercambio de mercancías, festividades, tradiciones, servicios y más fue tan nutrido como el de las historias de vida que transcurrían a la par de los relojes que aguardaban las llegadas o apresuraban las salidas en los amplísimos patios y pasillos, por lo general techados, de las estaciones del Distrito Federal. Y muchos mexicanos, desde que la red ferroviaria se extendió por toda la geografía nacional, se conocieron unos a otros, observaron con goce aquellos espectaculares paisajes que antes apreciaban sólo en postales, visitaron a sus parientes lejanos, mudaron de ciudad o se desplazaron para integrarse a alguna tropa, como en la Revolución.
Fue así como López Velarde, que llegó a residir en la boyante Ciudad de México porfirista de principios del siglo XX, y otros ciudadanos pisaron suelo capitalino tras descender en la moderna estación de trenes Colonia (hoy entre las calles Sullivan y Villalongín, por el Monumento a la Madre) o en la vieja estación del Ferrocarril Mexicano (que después se mudó y modernizó, para transformarse en la estación Buenavista). Estos sitios pronto se convirtieron en punto de referencia para muchos encuentros y en ellos era escena de todos los días las chirriantes ruedas de las locomotoras, las humaredas que salían de sus pistones o los cabuses perdiéndose en el paisaje mientras se alejaban al son de los suspiros de quienes veían partir a los suyos.
A ello se agregaron los miles de migrantes que arribaron de distintas partes de la República anhelando ser parte del orden y progreso porfiristas. Muchos lograron mejorar sus vidas, pero muchos también se encontraron hundidos en la precariedad o se hacinaron en las zonas a las afueras del cuadro central de la capital, por los rumbos de las actuales colonias Guerrero y Morelos; o en Nonoalco, donde además estaban los patios de maniobra que daban servicio a las pesadas moles. Entre ellos, no faltaron quienes, ya avanzado el siglo XX, quisieron ser parte del gremio ferroviario, así que debieron trasladarse a 5 de Mayo y Bolívar a hacer sus trámites, pues ahí se encontraban las oficinas de Ferrocarriles Nacionales de México.
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