Carranza y sus tertulias literarias

Javier Villarreal Lozano

Venustiano Carranza, el jefe revolucionario que prefiguró la construcción del Estado moderno, como impulsor de la carta magna de 1917, era un hombre de una sólida cultura forjada por su gran afición a las literaturas clásica y contemporánea.

 

 

La afición de Venustiano Carranza por los libros es bien conocida. Se interesaba particularmente en la historia de México, pero su sed de conocimiento abarcaba también los clásicos y las novelas. Las Vidas paralelas de Plutarco era su libro de cabecera. De las novelas, gustaba de aquellas capaces de retratar una época. Fue, en pocas palabras, hombre culto, en buena medida autodidacto, atento a los acontecimientos no únicamente del país, sino del mundo.

 

Hay de él una estampa que lo pinta de cuerpo entero como lector: mientras se construía un embalse en la lejana y desértica hacienda de Las Ánimas, al no haber todavía casa en el lugar, convirtió en habitación una cueva cercana al sitio donde se levantaría la cortina de la presa, que aún existe. Al término de la jornada, los trabajadores le veían sentado en la boca de la cueva, los lentes subidos a la frente, absorto, siempre con un libro en la mano, aprovechando las últimas luces de la tarde.

 

Su cultura no es un mito creado a posteriori para exaltar su imagen. Hay constancia de testigos cuya imparcialidad está fuera de cualquier duda. Siendo senador de la República (1903-1908) acostumbraba reunirse a charlar con dos intelectuales de primera línea: el historiador saltillense Carlos Pereyra y el poeta José Juan Tablada. A este último le sorprendía la variedad y vastedad de conocimientos del futuro Primer Jefe.

 

Carranza y Pereyra, coterráneos y en un tiempo amigos, terminaron como enemigos irreconciliables. El de Cuatro Ciénegas no perdonó jamás al historiador haber colaborado con el gobierno de Victoriano Huerta. Pereyra había sido crítico de la revolución iniciada por Francisco I. Madero y para 1913 se convirtió en subsecretario de Relaciones Exteriores del gobierno huertista. Más tarde, el autor de La conquista de las rutas oceánicas optó por el exilio. Nunca regresó a México. Se avecindó en Madrid, donde murió en 1942, veintidós años después de Carranza.

 

Abogado de profesión e historiador por vocación, Pereyra trabajó un tiempo para la empresa minera Ignacio Ramos Martínez, con intereses en Almoloya, distrito de Jiménez, Chihuahua. Cuando coincidieron en la ciudad de México, don Venustiano representaba a Coahuila en el Senado de la República.

 

Los dos coahuilenses y Tablada se reunían con frecuencia en la oficina de León Taurel, comerciante dedicado a la importación de vinos franceses. Uno de los vendedores de la casa Taurel era precisamente José Juan Tablada, quien escribía poesía mientras levantaba pedidos –no sólo de versos vive el hombre–. Enamorado de la cultura oriental, el poeta se hizo construir en Coyoacán un “refugio exquisito” –así lo llama el historiador Antonio Saborit–: “En el jardín –agrega– había un sauz, una casa japonesa y un lago con idéntica orientación afectiva y geográfica, en forma de bule, con puentes incurvados, numerosas tortugas, peces y carpas de colores, ánades veracruzanos y pijijes, un islote, tapete de musgo”. De la contemplación del jardín debió de nacer uno de los más logrados y bellos haikús de Tablada:

 

Tierno saúz

casi oro, casi ámbar,

casi luz.

 

Aquella heterogénea reunión en la casa Taurel debió parecer extraña a quienes supieron de ella: un historiador metido a periodista combativo; un poeta; Alfredo Rodríguez, hombre de negocios y director general de la minera Ramos Martínez; un senador porfiriano, ranchero norteño, llegado de la lejanísima Cuatro Ciénegas, al borde del temible Bolsón de Mapimí, no acostumbrado a las delicadezas del explorador de la brevedad del haikú para describir estampas de una naturaleza plácida, invitadora a la contemplación. Nada parecido al paisaje del áspero y calcinado semidesierto donde creció don Venustiano.

 

En sus memorias, José Juan Tablada recuerda a sus dos amigos coahuilenses que, con el tiempo, ocuparían sendos sitios en la historia: uno en la de México, y en la de la historiografía el otro. Evoca: “En esa oficina conocí y traté con cierta intimidad a don Venustiano Carranza, que siendo senador de la República, acudía, tarde a tarde, a charlar con mis amigos Carlos Pereyra y Alfredo Rodríguez”.

 

Enseguida, el poeta comenta con admiración la amplia cultura del futuro presidente:

 

Durante aquellas pláticas en la oficina con mis amigos, pude darme cuenta de que don Venustiano poseía vastos conocimientos en historia y de que estaba al tanto en un sentido general del movimiento científico y literario de la época. Recuerdo haberlo oído elogiar a don Benito Pérez Galdós y aun llegarlo a comparar, en su entusiasmo, con el demiurgo de La comedia humana, Honorato de Balzac…

 

 

Esta publicación sólo es un extracto del artículo “Carranza y los libros” del autor Javier Villarreal Lozano, que se publicó íntegramente en Relatos e Historias en México número 101: http://relatosehistorias.mx/la-coleccion/santiago-vidaurri-entre-la-repu...