El Loco Mendoza

Episodios de un militar excéntrico en la Segunda Intervención francesa

Iván Lópezgallo

Las siguientes líneas buscan recordar a uno de los generales mexicanos del siglo XIX; un hombre culto, dueño de una biblioteca de buen tamaño y militar de capacidad probada… aunque al mismo tiempo un personaje excéntrico que dio mucho de qué hablar a quienes lo conocían. Se llamaba José María González de Mendoza López Saavedra y Vázquez de Ayllón, y por sus excentricidades le decían “el Loco”.

De acuerdo con Victoriano Salado Álvarez, José María nació en 1802, dentro de “una cristiana, antigua y noble familia de la ciudad de Puebla, y poseía algunos bienes de fortuna que le proporcionaban un mediano pasar”. En México desde 1808 hasta 1867, Francisco de Paula Arrangoiz escribió que nuestro personaje era hijo de Calixto González de Mendoza, “el Empecinado”, uno de los jefes realistas que lucharon contra el movimiento insurgente; aunque sus nexos familiares parecían llegar más allá, ya que se decía que era pariente lejano de Eugenia María Guzmán y Portocarrero, emperatriz de los franceses y mejor conocida como Eugenia de Montijo.

Para Francisco del Paso y Troncoso (quien redactó el Diario de las operaciones militares del sitio de Puebla en 1863), González de Mendoza era “el hombre de las rarezas; raro en su modo de vestir, en su carácter, en su instrucción, en su vida pública, en su vida privada; en sus ideas políticas y religiosas, que son una mezcla de las nuevas ideas y de las antiguas”.

Muestrario de excentricidades

José María era un hombre muy escrupuloso en el cumplimiento de los protocolos militares. Prueba de ello es que, durante la Segunda Intervención  francesa, en el sitio de Puebla en 1863, fue a buscarlo el general José María Mora para rendirle un informe. Mora era un personaje que, de acuerdo con Salado Álvarez, no sobresalía por sus luces, ya que alguna vez escribió un parte muy recordado en Veracruz que decía: “en el médano del Perro se encontró el cadáver de un hombre muerto, que aunque no portaba papeles para identificarle, por el habla parece inglés”.

En 1863 Mora integraba las fuerzas del ilustre veracruzano Ignacio de la Llave y cometió el error de ir a ver a González de Mendoza sin portar su uniforme, por lo que este último lo recibió con estas palabras:

—¿Qué anda haciendo, mi querido señor Mora? ¿En qué le puedo servir, mi respetable señor Mora? ¿Qué desea, mi distinguido señor Mora?

—Yo venía…

—Pero siéntese, señor Mora.

Tomó asiento Mora y le dijo:

—Vine a ver si tiene algo que mandarme para esta noche.

—¿Yo mandar a usted, señor Mora? ¿Por qué?, ¿con qué carácter?

—Soy general de día y usted cuartel maestre de la plaza…

—Me parece que se equivoca usted, señor Mora; el general de día es el señor general Mora, que es tan cumplido y tan en sus puntos, que sería incapaz de presentarse a recibir órdenes en traje de paisano…

Más tardó en decir eso que Mora en ir a cambiarse precipitadamente para no ser castigado.

De acuerdo con Troncoso, González de Mendoza era un hombre “de modales finos y escogidos, que los mezcla con altiveces violentas para volver pronto a los primeros […] cuando da órdenes o habla de cosas de importancia, esponja los carrillos y los labios, arrojando mucho viento, se le erizan los bigotes, que los usa recortados, abre los ojos con furia y levanta la cabeza; pero no hay que temer nada, pronto le vuelven sus modales cortesanos y su sonrisa paternal y protectora”.

Salado apunta, por su parte, que a nuestro personaje no le gustaba que le dijeran “mi general” o le hablaran de forma ambigua, por lo que era común ver este tipo de intercambios:

—Mi general…

—¿En cuánto me compró?

¿Cuánto le costé? Yo soy general de la nación…

—Venía a verle…

Apenas escuchaba esto, González de Mendoza se ponía de costado, de frente y a espaldas de él, preguntando después de un rato: “¿Ya me vio suficientemente?”. Asimismo, constantemente buscaba algún detalle en la vestimenta del atribulado oficial para reprenderlo… y pobre de él si lo encontraba.

También era muy estricto en el cumplimiento de la ley. En una ocasión –cuando se desempeñaba como prefecto de Puebla– se dio cuenta de que una de las trabajadoras de su casa estaba quitándole el polvo a un tapete en el balcón, y como había expedido un bando prohibiendo sacudir mantas y poner trastos o jaulas en los balcones, decidió multar a su propia esposa, por considerarla responsable de la falta. En otro momento, González de Mendoza “dio una disposición para que los pollos y gallinas que se llevaban a vender a la Plaza del Mercado, no los amarraran por las patas y los colgaran de ellas; nadie hizo caso, pero una vez se fue al Mercado muy temprano, y a los primeros vendedores que llegaron infringiendo su disposición mandó que se les amarraran los pies, los colgaran de ellos y los pasearan alrededor de la plaza”.

Salado nos brinda una anécdota más: cuando el general ordenó que la gente de Puebla barriera el frente de sus casas o negocios antes de las cuatro de la tarde. Un día, pasada la hora señalada, se percató de que los dueños de una panadería no habían seguido sus instrucciones, así que mandó a un policía a decirles que salieran con sus escobas a cumplir la orden.

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